30 de julio de 2008

Delenda est Carthago!




Cartagena va perdiendo año tras año su Patrimonio.
Una ciudad que ha pasado por guerras e invasiones durante siglos –conquistada por los romanos, arrasada por los visigodos, masacrada durante el Cantón por el ejército centralista, bombardeada brutalmente por “los nacionales” (como muestra: las ruinas de la Catedral)… y que ha resurgido siempre de sus cenizas, cae ahora bajo la desidia y connivencia de sus políticos con la piqueta de los señores del ladrillo, llegando a quitar grados de protección a edificios que lo tenían (como la casa modernista del cónsul alemán Fricke, en la Muralla del Mar -en la foto de cabecera- convertida en una mole de cemento y cristal, conservando sólo para acallar voces parte de sus dos fachadas).

Una ciudad a la que se le dio la calificación de conjunto histórico-artístico en 1980 en todo su centro antiguo, intramuros de las Murallas de Carlos III, por el Ministerio de Cultura, ve con impotencia como se conculca la Ley de Patrimonio de 1986 y se siguen levantando edificios sin las preceptivas catas arqueológicas en los nuevos solares, colocando la prohibida "losa de hormigón" (caso de c/ Jara 30, tabique con tabique con las ruinas romanas del Decumano), una vez consumado el atentado de demoler sin que la concejalía de Urbanismo o la Dirección Regional de Cultura tomen cartas en el atropello.

Ahí tenemos el caso más flagrante, en el que además toma parte la Sociedad Municipal Casco Antiguo: el cerro de El Molinete, del que ya hablaron historiadores desde la antigüedad más remota a los arqueólogos del siglo XXI, describiéndolo como la Acrópolis de Cartagena, con restos púnicos y romanos... pero ya hay planes municipales de construir sobre algunos de esos yacimientos. Y de hecho la alcaldesa Barreiro no ha tenido mejor opción ni brillante idea, habiendo miles de solares en el Casco Antiguo, que la de levantar un Centro de Salud sobre la Curia romana, anexa al templo Tricapitolino. Una cacicada aberrante, a pesar de que ahora se ufanen de estar excavando en la zona aledaña a ese mastodonte sanitario para hacer un parque arqueológico en vez de haber conservado en su totalidad el cerro.

Cualquier ciudad o pueblo de España, con mucho menos, se sentiría orgulloso de conservar para la posteridad lo que aquí tan alegremente se desprecia por los ignorantes... o los sacaperras. Quédense con el epíteto que prefieran. Entre unos y otros nos están despojando de nuestros vestigios ancestrales, pero ante todo somos culpables los ciudadanos porque quien no defiende su Patrimonio está condenado a vivir sin su Historia.

Una ciudad que vota por siglas y no a las personas que realmente la aman no merece nada mejor que lo que nos está ocurriendo. Se congratulan con el Teatro Romano, a pesar de los dos años de retraso para inaugurarlo, pero es que ¡faltaría más! Como para que se hubiera llevado a cabo un desmán más sobre él, como se ha hecho con el Barrio Universitario, donde han hecho desaparecer calles como Alto, Ángel, Montanaro, Marango… y luego los yacimientos aparecidos en la zona, al lado del Anfiteatro, que ahora también dicen que por fin se va a sacar a la luz, pero que lleva paralizado años. Y con un proyecto surrealista de cercenar la zona con un sustituto del Museo Regional de Arte Moderno (el MURAM) que se iba a ubicar en el Palacio de Aguirre y que encima pasa a llamarse MUCAM, siglas que adivinen de donde salen porque ni por lotería se corresponden con Museo de Arte Contemporáneo ni nada que se le parezca. Y a todo esto la colección Marifí Plazas Gal de arte moderno y contemporáneo en el aire, porque, aunque el Instituto Cervantes dice que se localiza en el inexistente MURAM, la única realidad es que su actual propietario-legatario, el viudo de Marifí, se está planteando muy mucho que la donación sea para Cartagena dados los más de diez años que lleva de retraso un espacio museístico donde ubicar la colección. Una irresponsabilidad más de la política local y regional.
De bofetadas se darían muchos museos, y no sólo españoles, por tener esos cuadros de Tápies, Canogar, Gordillo, Equipo Crónica… entre otros muchos, y, sin embargo, Cartagena vive ajena o de espaldas a la Cultura, que con dos o tres actuaciones se quedan la mar de anchos, y eso en años. Ahí está el dieciochesco Palacio de la viuda de Molina; su finalidad era convertirlo en Museo de la Semana Santa y, salvo alguna exposición temporal, está cerrado a cal y canto, habiendo sido restaurado hasta con el Plan Urban de la Unión Europea, que no fue precisamente cosa de dos euros.

Han desaparecido decenas de edificios del siglo XIX y primeras décadas del XX, concediéndose en su día (hasta el año 2000) licencias de obras a troche y moche ¿qué no se habrá hecho con los yacimientos arqueológicos en los que “sólo ven cuatro piedras”?

Podríamos decir aquello de Quo vadis Cartagena? para después soltar la lapidaria frase: Delenda es Carthago! porque, pese a sus casi tres mil años de Historia con todos los avatares sufridos, nada tan destructor como los políticos que nos han caído en suerte en estas últimas décadas.

La mayoría de calles de Cartagena que veréis en el siguiente video han desaparecido completamente -a pesar de que esa calificación de 1980 prohibía desfigurar el trazado urbano de la ciudad, amparándose en la Ley de Patrimonio-, y en las que quedan se han demolido edificios emblemáticos o se han destruido esos ricos yacimientos arqueológicos de los que antes hablaba… y los que se seguirán sepultando sobre toneladas de hormigón y ladrillos.

© P.F.Roldán

Cartagena:sus calles

páginas en blanco



Se han separado nuestros caminos. No tienes pasado conmigo. Nunca has estado en Italia, en Portugal, o en Francia; ni en Turquía, la India o en Jordania en mi compañía. Todas las fotos que podrían demostrarlo se fueron conmigo.
Tú ya nunca has tenido un pasado conmigo. Todas las cartas que te escribí, los versos, los dibujos, las notas llenas de cuanto me hiciste sentir, se vinieron conmigo, como también se vinieron las fotos de los cumpleaños, de los viajes a la nieve, de los carnavales; cuantos regalos te hice en estos años, porque no querías que se quedara en tu casa nada que te recordara a mí. Desde la última taza hasta el frasco con un dedo escaso de Le Male. Desde los cuadros hasta la grapadora del todo a cien.

No queda nada en tu casa, pues, que te haga pensar en mí –bueno, se me olvidó el calefactor del baño que te compré cuando te desterraron a trabajar en Orihuela, y que ya está, el pobre, para el arrastre–. Tampoco quiero mentir. Y una foto en blanco y negro que te dejé para que me colocaras con tus muertos y que, no sé con qué intención, pusiste bocabajo -me dijiste a los pocos días de abandonarte-, tal vez aconsejado por alguno de toda esa gentecilla que te rodea para hacerme un yuyu, tal vez por tu pertinaz ignorancia al respecto, o por tu visceral manera de afrontar la vida. Pero quedaste en devolvérmela... No lo sé si lo harás, pero poco me importa ya.

Yo lo guardo todo porque no estoy hecho para renegar de mi pasado, que, bueno o malo, es mi vida, la única que tengo y tendré. Sólo olvidan los cobardes y los desagradecidos. Ni soy lo uno ni lo otro.

De todas formas, aunque nada haya a tu alrededor que te haga acordarte de mí, nunca podrás olvidar, aunque te empeñes –porque la vida es así de pejiguera– ni mi piel, ni mis caricias en tus pies, ni el sabor de mi cuerpo...

Al estar con otros siempre te vendrá a la memoria, quizás sólo por comparación, aquello mío que un día fue exclusivamente tuyo porque nada más que a ti te lo daba, y que no volveré a darte jamás. Como no lo volveré a dar hasta que en mi camino se cruce quien me merezca.

Como colofón, ya te di a leer nuestra última mañana –la de tu ruptura sin miramientos ni contemplaciones porque, además de tu adicción a la cocaína, ya había otro (aunque entonces yo lo ignorara) que ocuparía mi lugar, el pobre ignorante– el poema de Ernesto Cardenal, que, aunque innecesario es repetirlo, obvio predice que de los dos tú has perdido más que yo; pero que te transcribo porque siempre has sido desmemoriado:

AL PERDERTE YO a ti
tú y yo hemos perdido:
yo porque tú eras
lo que yo más amaba
y tú porque yo era
el que te amaba más.

Pero de nosotros dos
tú pierdes más que yo:
porque yo podré amar
a otras como te amaba a ti
pero a ti no te amarán
como te amaba yo.

Porque, aun siendo posible que me cueste, o reniegue de momento a volver a sentir lo que sentí por ti, y que pase mucho tiempo sin que nadie me abrace como deseé que me abrazaras, tengo algo que es como la joya de la corona de lo que es la vida: el valor de quererme, de aceptarme, de asumir mi existencia como ha sido, es y será; sin miedo a que los años me vayan poniendo canas y arrugas, porque son la prueba de mi decurso; sin temer a que mi corazón, además de latir mecánicamente, se sienta capaz de volver a entregarse con ilusión a quien, cómplice, quiera compartir los días conmigo; sin que aparentar ante los demás lo que no soy, como tú sigues haciendo después de tantos años, aniquile lo hermoso que me regale el destino. Y nunca digo jamás a la providencia. Quién sabe lo que puede suceder en el instante más insospechado, y pese a todo.

Conmigo ya no te queda nada de nada. Al irme, la mitad de tu vida es ahora como un libro de amarillentas y manoseadas páginas en blanco.

(Prólogo de mi novela: "el colgado y la luna")
© P.F.Roldán

David Broza: Me voy

28 de julio de 2008

¿desamor o estupidez?



Hay personas cuya enfermedad es la estupidez a pesar de que nos intenten hacer creer que es el desamor porque, aunque les sirven en bandeja de plata, no ya el amor sino una incondicional amistad, desprecian ésta sin explicaciones tras dos o tres intercambios de pareceres con incontables y desconocidos interlocutores, para luego seguir regodeándose en la soledad que dicen sentir y en el continuo abandono al que parecen sentirse irremediamblemente abocadas, una vez que se les han puesto los puntos sobre las íes. No quieren realmente escuchar que hay esperanza; no les importa que alguien les coja aprecio y que incluso llegue a quererles sin pedir, y menos pues exigir, nada a cambio. De aceptar eso, se quedarían sin heridas que relamerse frente al gran público ante el que exhiben sus continuos males de amores. Dejarían de ser personajes de tragedia griega o de novela romántica. Se han hecho a sí mismos para ser eternas kareninas, chatterleys, lammermoors o bovarys. En sus venas corre, ficticia, la sangre del drama en la que han convertido conscientemente su vida, que no sería vida para ellos sin ese halo de tragedia.

Buscan la compasión ajena pero no hacen nada para remediar su situación. No buscan realmente comprensión, ayuda, afecto sincero en sus potenciales cómplices, oyentes o lectores. Su única finalidad es el victimismo desde una perspectiva egocéntrica del dolor que dicen sentir. Pero ¿realmente buscan solucionarlo?

Hay quien goza en su pena y el paroxismo del placer es colocarla en el escaparate para despertar, bajo la apariencia de reflexiones insolubles, el cariño ajeno al que nunca corresponden porque no desean paliar sus reiteradas desgracias, adornadas de todo tipo de ditirambos sobre su capacidad de soportar los tormentos que se ceban en sus vidas.

Quien sufre desamor de verdad, sin hacer de él sólo literatura personalista, se confía a sus íntimos o, haciéndolo público, se abre a la posibilidad que esto les brinda de ser escuchados por otros. Mejor o peor llevado, trata de encontrar la luz al final del túnel y poner soluciones. No se revuelca en sus desgracias hasta el infinito con propios y extraños, haciendo seudo ensayismo metafísico de su sufrimiento.

No muy en el fondo, lo único que al final y después de todo hay es desamor hacia sí mismo. Falta de aceptación de la propia realidad. Dicotomía entre el que se es exteriormente de cara a la sociedad en la que se mueven y el que quisieran ser, aunque el que quieren ser es el que planta cara porque siempre aflora el que llevamos dentro y que no muchos aceptan por no enfrentarse a esa sociedad con la cabeza alta. Y, entonces, desde el anonimato, se explayan en dolores falaces porque son irreales. Sólo fruto de no asumirse y mostrarse, pues, como individuos capaces de salir al mundo en vez de refugiarse en ficciones, recreándose en rocambolescas contradicciones sobre la auténtica naturaleza de su verdadero yo.

Uno, a estas alturas, ya se pregunta si será masoquismo o exhibicionismo, pero sólo se concluye en que lo que hay, pese a todo y a la postre, es una muy baja autoestima. Sea cual sea la motivación que les alienta, la finalidad es querer demostrarnos que son tan especialmente diferentes a todos los demás que son como almas en perpetua pena a las que nadie logra encajar en ninguna parte, incluso aunque nos traten de hacer creer que son como todos y que ellos sí lo intentan una y otra vez. Pero lo cierto es que tiene que resultar desalentador querer a quien no se quiere una vez descubiertas sus triquiñuelas de eternos mártires.

© P.F.Roldán

Jorge Drexler: Hermana duda - Desvelo

27 de julio de 2008

madres que son madrastras



Raro es que me siente delante del televisor, pero esta noche, por esas cosas de un sábado aburrido en casa, he encendido el aparato y me ha enganchado un debate en el que madres acusaban a sus hijos de malos tratos. Alguna de ellas incluso decía haber presentado hasta denuncia en Comisaría, según los informes que tenía la coordinadora del programa de marras. Y no niego que habrá, por desgracia, casos verídicos. Los malos tratos están a la orden del día... pero éste olía a tremendismo, como a relleno de programa veraniego al que le faltaran otras noticias.

Los contertulios, esa ralea de famosuelos metidos a periodistas, clamaban al cielo contra esos hijos degenerados. En unas tres entrevistas pregrabadas, un psicólogo daba explicaciones peregrinas sobre el asunto, con ese lenguaje tan propio de quien proyecta sus propios traumas; en otra una madre se quejaba amargamente del comportamiento agresivo de su hijo; en una tercera uno de esos hijos trataba, sin éxito, de explicar el por qué de ese comportamiento. Y digo sin éxito porque ya lo habían condenado los vocingleros mediáticos.

Me recordaba esos programas de prensa rosa donde otros, que también se dicen periodistas porque hurgan en las vidas ajenas, buscando sus miserias, atacan con saña hasta el acoso y derribo, juzgando sin imparcialidad al entrevistado porque una vez fue infiel y eso ”está muy mal”, o porque se sale de los parámetros que impone una sociedad intolerante que denosta sin piedad al que rompe sus reglas. Lo hacen sin pudor ante millones de personas ávidas de morbo, sirviéndoles en bandeja la carnaza que el público espera ansioso, y encima éste opina a través de mensajes sms, que te colocan en la parte baja de la pantalla, con insultos y calumnias, a favor o en contra de ese entrevistado de turno.

Lo de esta noche no tiene nombre. Psicología barata, moralina despreciable, y compasión por esa madre que cuenta su versión, sin que nos den objetivamente la del otro, con cierto aire angustiado pero sin una lágrima, sin una sola mueca de dolor. Nada creíble la señora, muy “puesta” y recién llegada de la peluquería para salir ante las cámaras a vender su historia sin ninguna vergüenza; y encima la tildan de valiente por dar la cara.

Si hubiera estado allí, le habría dicho cómo es su cara y habría arremetido contra ella, no contra su vástago, como la típica madre posesiva y castradora, más madrastra que madre, que martiriza a su propio hijo hasta límites insospechados. Los ojos y la voz, la forma de mirar y de contar, delatan a según qué gente. Y esta señora ha dado la imagen de las que se creen con todo el derecho a manipular por el simple hecho de haber parido, como si eso la convirtiera en propietaria para cebar sus frustraciones en lo que tiene como su posesión por no sé qué derecho fisiológico, sin dejar que el otro tenga el mínimo derecho al pataleo o incluso a la rebeldía ante una situación insostenible por insoportable.

Sería de cínicos negar que hay madres crueles que nunca han ejercido de madres, que las hay infames, o arpías cizañeras, y hasta monstruosas parricidas, como salía en un telediario esa joven de una aldea de la España profunda que ha asestado no sé cuantas cuchilladas a su bebé nacido hace diez días, antes de tirarlo a un descampado.

A algunas el "ser madres" parece que les da un derecho similar al de los antiguos señores feudales para disponer de la vida de su hijo, indiferente la edad de éste, sin que éste les importe algo más que aquel sacrosanto polvo en el que lo engendró y, como consecuencia, un doloroso parto que te echan en cara toda su vida.

Posiblemente tienen un marido alcoholizado que las maltrata, o que las engaña o las ha dejado; posiblemente una economía que no les da para vivir como las artistas que tanto envidian en las revistas; posiblemente una cuñada o una vecina que les refriegan las últimas y paradisíacas vacaciones que ellas no se podrán permitir nunca… y, como alguien tiene que pagar sus desdichas, a sufrirlo el más débil; el que será condenado de antemano por faltarle el respeto a su progenitora, la cual bien se encarga de airear la historia. Pero ¿ésa es la verdadera historia?

A mí no pueden engañarme. Paso ya de los cincuenta con una madre octogenaria por la que no siento odio pero a la que jamás podré perdonarle la mala vida que me ha dado y a la que no lloraré hipócritamente cuando se muera. La lloraré porque soy carne de su carne y sangre de su sangre, y mis lágrimas serán por la madre no por la persona. Y la echaré de menos y me dolerá su ausencia... pero eso no evitará que sienta que nunca supe lo que es tener madre, ni lo que es haber tenido infancia ni adolescencia; y que, aún ahora, pese a las edades, sigue intentando gobernar la vida de cuantos la rodeamos sin preocuparse jamás de nuestras cosas, de nuestros problemas; siempre egocéntrica sólo nos usa para sus necesidades entre quejumbres de sus malengues sempiternos. Toda su vida igual. Una matriarca heliocéntrica y el marido, los hijos, las amistades... sus planetas.

Así es a veces la vida -afortunadamente las menos- y no como la pintan esos realities basura, que, sin profundizar en nada, encima van de intelectuales porque han encontrado “especialistas” o “enteraillos” en la materia a los que no conocen ni en su casa.

© P.F.Roldán

Zbigniew Preisner:Les Marionettes

22 de julio de 2008

el despertar


Cuando tus ojos me han iluminado cada mañana al despertar, he sentido que la vida empezaba a correr por mis venas y una insólita ansia de construir el futuro contigo se apoderaba de mis sentidos.
Pero hoy he de marcharme. El tren sale hacia Barcelona a las 8.25 y tú aún no te has despertado porque tuvimos una noche intensa y duermes mucho más que yo. Me iré sin tu mirada pero beso levemente tu frente y tus labios. Tú remoloneas inquieto sin llegar a despegar tus párpados y salgo de tu dormitorio sin hacer ruido. Mejor así, tal vez. Se me atragantan las despedidas de ojos empañados y promesas que no sabemos nunca si serán realidad.
Han sido seis días inolvidables que me llevo conmigo.

Pido un taxi desde el teléfono que tienes en la sala de estar. En un rincón, junto a la puerta de entrada, dejé anoche preparada la maleta y la pequeña mochila en la que siempre llevo un libro, una revista de autodefinidos, el discman y algunas chocolatinas para picotear si se me despierta el apetito en el viaje, junto a esas otras cosas habituales –gafas de lectura, boli, pañuelos de papel,…– y en la que ayer tarde, de vuelta a tu casa y en una distracción tuya porque te paras en cada escaparate de ropa de marca y de las zapaterías
(–Voy a cruzar al centro de la plaza para hacer una foto del Ayuntamiento.
–¿Por qué no compras una postal?
–No es lo mismo…)
guardé una orquídea que compré en uno de los puestos (no sé cómo estará la pobre) y que te dejaré sobre la mesa de la cocina con una breve nota, que desearía fuera un “hasta luego”, en la que te digo que he sido feliz a tu lado estos días. Quizás está un poco pachucha; posiblemente un poco de agua ahora la revitalice. Sólo importa el detalle; que cuando te levantes quede algo de mí, aunque sea efímero. Lo esencial puede que ya haya cogido sitio en tu corazón.
Cierro tras de mí con cuidado. Mientras espero el ascensor en el rellano, no quiero volverme a mirar esa puerta detrás de la que se quedan, contigo, muchas horas llenas de ti.
El taxi ya está en la calle. Es una calle estrecha y el conductor me mete prisa; está formándose cola detrás. Tampoco me giro a ver el portal ni tu balcón lleno de plantas. Quiero guardar la imagen de mi último regreso anoche, tu mano cogiendo mi hombro, la mía dentro del bolsillo trasero de tus vaqueros.
–A la Estación del Norte…
Y no quería, pero se me nublan los ojos cuando pasamos por las Torres de Serranos. Los cierro. No deseo seguir viendo los lugares por los que hemos paseado juntos. Al otro lado del río, el Museo de San Pío V, los jardines de Viveros; enfilaremos hacia la Glorieta, la calle de Colón… Y, pese al tráfico intenso de la mañana, sólo oigo el silencio.

Cuando hace dos meses escasos empezamos a chatear por el messenger, no podía imaginar que no serías uno más; ni siquiera se me pasó por la cabeza que nos llegáramos a encontrar un día. La gente miente tanto por Internet que me he vuelto muy escéptico. Y si a eso le añades que los amigos de loco para arriba te dicen de todo…
–Como si no hubiera hombres a decenas aquí y tú, hala, a lo surrealista y a que te den otro palo en la quinta puñeta en vez de venirte de marcha con nosotros… Estás como un cencerro.

Me repugnan los cuartos oscuros; que se me acerquen desconocidos a buscar carne fácil; sentir la vacuidad del antes y del después…
Y en esas, apareciste en una web de contactos por la que no daba ni un euro, pero de la que nunca te das de baja por inexplicables motivos o porque en el fondo sigues confiando en que todavía quede alguien que merezca la pena.
La de gente que habrá contactado por ahí conmigo con bonitas palabras y a la que he borrado de mi msn después de una conversación, o a lo sumo un par.
Nunca le escribo a nadie, pero contigo fue un impulso que, conociéndome, aún hoy no consigo explicarme, aunque haya tenido mil razones para alegrarme con el paso de los días. Y esta última escasa semana me confirma que el corazón muchas veces no se equivoca aunque la propia razón te llame también loco, como los amigos.
Llegamos a la estación; pago la carrera y, como con anteojeras, cruzo raudo el vestíbulo hacia los andenes sin mirar alrededor. Llego temprano, como siempre. No me gustan ni las prisas ni la ansiedad del si llego o no llego a tiempo.
Media hora larga de espera. Arrastro el trolley y me acerco a las pequeñas tiendas. “Tengo tiempo para un café con leche”, pienso. Me ha cortado un poco desayunar en tu casa; no sólo por no hacer ruido, sino porque, aunque me has dado y he sentido confianza, no me gusta abrir los armarios de otros. Aprovecho para echar una ojeada al periódico. No leo nada. Miro alguna foto pero voy pasando las hojas como un autómata, con el reloj a la vista… por si acaso.
Veinte minutos; pago y me voy otra vez al andén. Paro unos segundos a comprar la National Geographic de Historia. Una azafata quita justo en ese momento la cinta para revisar los billetes y dar paso a los viajeros. Ahora tengo que hacer cola. Me podría haber tomado el café en el tren.
Avanzamos deprisa. Ahora no sé si me arrepiento de haber escogido un vagón de no fumadores. No he fumado en todos estos días por ti, pero ahora me apetece como si la nicotina pudiera relajarme; sin embargo, sé que es una excusa aunque en algo he de entretener la cabeza para no pensar que a cada instante te quedas más detrás…
No sé si te quiero, pero me algo me dice que regreso enamorado.
–El segundo vagón. –Su voz me llega difusa en mi abstracción–. ¿Le apetece un caramelo?
Cojo mecánicamente un par y me dirijo a ese segundo vagón. Aún faltan casi diez minutos.
Echo de menos aquellos compartimentos para ocho viajeros a los que el revisor te guiaba. Ahora es casi un desmadre. El estrecho pasillo se bloquea con maletones y gente que no entiende muy bien lo de la V de ventana o la P de pasillo; en los que tu número de asiento queda en el otro extremo del vagón, y tú, que siempre andas de la mano de Murphy, has escogido la puerta equivocada y tienes que atravesar hasta la otra punta, armándote de paciencia porque no es posible volver atrás. El tren va lleno.
No quiero pensar. Me distraigo en acordarme de la parentela de ese inútil al que no le entra el equipaje en el portamaletas sobre la ventanilla.
–Hay un compartimiento para bultos grandes a la entrada del vagón, señor –oigo que le dice un mozo del tren, al que noto desesperado de bregar y repetirse decenas de veces cada día con esa clase de viajeros, que se volverán a mirar en cada estación por si les roban su maleta.
Por fin, mi asiento. En el andén ya tampoco es como antes. No hay gente llorosa o sonriente despidiendo a los que se van.
Subo mi equipaje y me organizo en la mesita plegable. El libro, las gafas, la revista recién comprada, el bolígrafo, los crucigramas. Pedí pasillo al comprar el billete. Prefiero que mi vecino de viaje pase por encima de mis piernas a sentirme enclaustrado contra la ventanilla y, además, salgo y entro cuando quiero sin la sensación de estar molestando a nadie. De momento no lo ha ocupado nadie y pongo mi mochila ahí.
Siento una punzada a la altura del esternón. Me he bebido el café muy deprisa. “No te pongas nervioso”, me digo y deslío uno de los caramelos que he cogido mientras me enfrasco en un autodefinido.
–¿Permites?
Qué mala costumbre tiene ahora todo el mundo de tutearte. Cojo la mochila y aparto las rodillas hacia el pasillo para dejar paso. Soy consciente de haber bajado la mesa demasiado pronto y me disculpo; mientras, recojo todo sobre mis piernas y la pliego.
–Gracias – Su voz me es familiar, pero ni me fijo. Estoy pendiente de que no caiga nada al suelo.
No me apetece darle cháchara a un desconocido. Va, tal vez, tan lejos como yo; a saber. El viaje puede convertirse en una interminable pesadilla si es el típico parlanchín, así que me sale un lacónico y casi estúpido “de nada”.
–Será muy agradable compartir contigo un tiempo más. Compré billete hasta Castellón mientras sacabas el tuyo, y regresaré en un cercanías. –En tus manos llevas la orquídea y ves mi mirada de sorpresa que va de ella a tus ojos–. Es una pena que se quedara sola sin que nadie la disfrutara conmigo.
Y tus labios rozan sin ningún pudor los míos mientras me estrechas entre tus brazos.

(De mi libro de relatos breves: "Las otras estaciones". Cartagena, sept. 2004)
© P.F.Roldán

Noa & Nicola Piovani:la vita é bella

16 de julio de 2008

sobre raíces....



El “ficus elastica” es un árbol de gran envergadura. Puede alcanzar hasta los 50 m de alto y más de dos metros de diámetro en su tronco. Para poder mantenerse erguido, genera un sinfín de enormes y potentes raíces aéreas, que buscan tierra firme a sus pies, para que le ayuden a soportar las alargadas y espesas ramas de su copa. Mira el mundo desde lo alto, hasta con la presumible altivez que le da su asombrosa corpulencia, pero siempre, y aunque cambien las cosas de su entorno, en su más que centenaria vida estará condenado a ocupar el mismo lugar en la tierra y a depender de ser alimentado por manos extrañas de generación en generación.

Nadie le niega su valía como ser vivo. Contribuye, como todas las plantas en la Naturaleza, a que los hombres podamos respirar un aire más limpio gracias a los “pulmones verdes” que, con esos otros árboles, regeneran la atmósfera viciada por la contaminación en las ciudades.

Pero, no deja de ser un prisionero a merced de los mismos a los que, desde su inmovilidad, ayuda. Arden los bosques, por oscuros intereses la mayoría de las veces; depredamos la Amazonia para conseguir madera que consumir; arrancamos arbolado de hectáreas innumerables para construir viviendas para turistas junto a la costa, aunque estemos en plena crisis inmobiliaria. Fotos hay de estas talas indiscriminadas en zonas no protegidas institucionalmente, bajo la figura de parque natural, porque son un estorbo para el desaprensivo ladrillero de turno.

Que un jardín conserve su fisonomía depende muchas veces del capricho del grupo político que gobierne en ese momento. Hemos asistido en los últimos años a continuas remodelaciones de esas zonas de ocio: ¿dónde están los gigantes eucaliptos de la Alameda? ¿Dónde los frondosos jardines de la plaza del Rey o las rosaledas y buganvillas de la Muralla?

No. No quiero un destino así para mí. Es lo que me diferencia como humano de los demás seres vivos del planeta.
No quiero raíces que me aten hasta tal extremo. Ser grande, en su caso, es sólo la apariencia de ser poderoso porque, por muy útil que sea, al enraizarse en unos palmos de tierra, carece de libertad.

Prefiero ser pequeño y útil de otras mil formas que mi condición de hombre me permite a estar ligado de por vida a todo lo que pueda negarme mi libre albedrío. Aunque eso pasa con muchos hombres de otra manera, lo que en nada los diferencia entonces de ese ficus: cuanto más tenemos más prisioneros somos de lo que poseemos y menos libres para cambiar de rumbo nuestro destino, y es posible que hasta nos sometamos a los vaivenes emocionales de otros desaprensivos que jueguen con nuestros sentimientos sólo por asegurarnos una subsistencia indigna por miedo a la soledad.

¡Yo deseo vivir, no sobrevivir!

© P.F.Roldán

Bebe y Los Delinqüentes:Después

15 de julio de 2008

solidaridad


Yo era sólo una piedra informe y solitaria en mitad de un monte, sin valor, como otras muchas piedras.

Un día alguien me recogió y me reunió con muchas más. Todas éramos diferentes. Diferente tamaño; diferente textura; diferente color...

Poco a poco, laboriosamente, nos fue superponiendo a unas sobre otras; y aquello, que parecía no tener sentido para mí, se convirtió en un muro de contención.

Y hoy unidas, aunque fuéramos entonces unas desconocidas, con la fuerza de cada una porque nadie está obligado a dar más de lo que tiene pero entre todas nos ayudamos, sobre nosotras discurre una moderna carretera, hasta con su carril bici, por donde transitan centenares de personas cada día.

Yo era nada más que una piedra y nada valía sola. Ahora, junto a las demás, sé que soy útil.

© P.F.Roldán

Angelo Baladamenti: Laura Palmer's theme

el camino infinito


Cuando el cielo se encapota, gris casi negro, presagiando tormenta, y la lluvia comienza a caer incesantemente, ahora con fuerza, ahora apenas intermitente, no dejando asomar durante días ni el menor rayo de sol, nos resguardamos en nuestras casas, en nuestros trabajos, en nuestros caparazones, pensando, por esa tristeza y melancolía de la ausencia de luz, que ese es el estado natural de las cosas, de nuestras vidas.

Pero un día amanece y el anaranjado reflejo que se remonta desde el horizonte nos coge durmiendo, desprevenidos, y al salir a la calle nos volvemos a encontrar vitales, dando gracias de que haya pasado el chaparrón; pero, de tan cotidiano, apenas si nos damos cuenta de la existencia del sol. Vivimos, pues, ignorando todas esas cosas que, por rutinarias, nos pasan desapercibidas: el beso de buenos días, cada mañana, de quien nos quiere; el abrazo de un amigo; ese árbol que, como todos los años, ha florecido porque ya es primavera; el casi inaudible piar de los pájaros que, instintivos, saben que ya pasó el aguacero que los tuvo silenciosos.

Si no nos equivocáramos y lo reconociéramos; si, cuando lo hacemos, nos quedáramos paralizados; si no fuéramos capaces de dar un solo paso… ¿cómo sabríamos que andamos por un camino que, aunque incierto, nos llevará a alguna parte? Si en ese nuevo e infinito camino del llegar a ser no nos caemos de nuevo ¿cómo afrontar que podríamos volver a levantarnos? Si anclados en el sofá, abandonados a miedos y reflexiones, nos dejáramos sumir en la apatía del no hacer ¿cómo nos daríamos cuenta de que posiblemente ha llegado todo aquello que ya sin esperar esperábamos?
La vida es nuestra, pero fluye sola con cada nuevo paso, por pequeño que parezca. La inmovilidad es morir lentamente, día tras día.

Y, después del primero, damos otro paso y otro hasta que sentimos que nuestra coraza se resquebraja un poco más con cada uno de ellos, y aprendemos que hay un tiempo para la desolación y otro para la alegría; horas de reír y horas de llorar... Y ese proceso no terminará nunca y nos iremos un día de aquí ignorando muchas otras cosas, pero habremos vivido mientras anduvimos y sabremos cuánto hemos ganado, aunque al dar aquel tímido primer paso no nos lo pareciera. Caminar es vencer a la desesperanza y al vacío que otros provocaron, saber que nos sentimos vivos, con ilusiones y expectativas renovadas, conscientes de que los sueños más hermosos pueden cumplirse porque así nos lo propusimos al renegar de la abulia del que sólo sabe relamerse las heridas y lamentarse de ellas, encogido sobre sí mismo en su confortable sofá, como un náufrago en una balsa.

No vale decir que la esperanza es lo último que se pierde si no hacemos nada para que exista... Porque, como dijo Neruda: "qué corto el amor, qué largo el olvido". Y, las más de las veces, nos pasamos media vida evitando echar un pulso contra todo lo perversamente negativo que nos oprime, temerosos hasta de vivir, y hasta de nosotros mismos... aunque sepamos que nada –tampoco la melancolía– es eterno...

Pero al empezar a caminar –aun con el bagaje de nuestras pasadas derrotas sin cicatrizar– la serenidad interior estará un poco más cerca, porque esa esperanza, olvidada en los días grises, será una realidad cuando la sintamos viva dentro de nosotros y que no la hemos perdido no sólo porque sea una frase hecha sino porque nos pusimos en movimiento hacia su encuentro en el camino infinito de del vivir.

© P.F.Roldán

Luz Casal:Sentir

8 de julio de 2008

el reflejo de lo cotidiano



Diarios, periódicos, revistas en papel cuché... Mezcolanza de noticias, de rumores, de relatos de Historia; manuales de cocina, de costura y bordado, de informática; juegos de ordenador; películas en dvd; fascículos coleccionables de músicas varias, de diversos idiomas, de muñecas de porcelana, de literatura -con sus correspondientes y variopintos soportes-; revistas de esoterismo, de pornografía, de viajes imposibles, de belleza y moda, de mascotas... De todo a gusto de todos y de cada uno, fiel reflejo del consumismo cotidiano de la índole que sea.
Hay quien busca lo que sucedió ayer; quien quiere enterarse de los líos amorosos del famosuelo de turno; los que buscan un cuerpo diez en tan sólo dos semanas con la dieta de tal o cual actriz porque el verano está ya ahí y hay que lucir palmito en la playa; los que buscan las claves de su futuro en los astros; los que por tres euros se culturizan ligeramente o los que quieren aprender ruso y a la tercera entrega desisten...
Seudo literatura a bajo precio, de pésima o dudosa calidad las más de las veces, que ayuda a distraernos por un rato de lo que es real porque hasta la prensa diaria o es amarillista o no es del todo imparcial; artículos frívolos e insustanciales que en ocasiones fomentan la envidia al ver las mansiones en las que algunos viven, y que para escarnio no dudan en enseñar, o los viajes de bodas que se gastan los nuevos ricos o los pobres que ya no lo serán tanto porque viven de venderlos para cobrar una exclusiva.

¿Qué está pasando con la Cultura? Hasta se considera un éxito que salgan a la calle a ver a Les Plasticiens Volants tres mil personas en una ciudad de casi 220.000 ó que se llenen los aforos del certamen La Mar de Músicas cuando es sabido que acude mucha gente de fuera atraída por el programa, como se va al Espirelia de Lorca o al Murcia tres Culturas.
Los niños no leen; juegan en las videoconsolas, ven la tele o buscan en internet cosas de lo más peregrino, cuando podrían navegar por cientos de miles de websites de Cultura... pero no. Sin embargo, casi todos ya tienen teléfonos móviles desde los que están creando un nuevo lenguaje que podría estar muy bien si luego, en la vida de cada día, supieran distinguir una be de una uve, o el uso de las haches.

Y no se compran libros o los cines están casi vacíos porque se argumenta que son mercados caros, pero las últimas encuestas de las compañías de telefonía movil reflejan que:
"En España hay 49.748.579 líneas, lo que genera un crecimiento interanual de 6,8% y una densidad que supera las 110 líneas por cada 100 habitantes."

Ese es el triste reflejo de lo cotidiano.

© P.F.Roldán

incultura juvenil

a tres calles y un callejón...



Nunca antes, ni siquiera hace unas semanas, cuando fui a los Albatros a ver Hotel Room con Andreu y Ricard, se me había pasado por la cabeza que podría terminar en la habitación de una pensión de mala muerte, involucrado en la misma soledad surrealista de aquellos inquietantes seres de ficción, sufriéndola en alma propia. Y si ahora, como en la película, se abriera el armario y me encontrara el cadáver de una novia, embutida en su traje nupcial, hasta agradecería su silenciosa compañía.

Pero estoy solo y apenas tres calles y un callejón me separan del que -a pesar de su incalificable crueldad- sigo amando, sin saber muy bien por qué he llegado a parar aquí y sin querer preguntarme por qué motivo le quiero todavía. ¡Para qué plantearme enigmas insolubles si mi corazón ha de hacer caso omiso de las respuestas?

Tampoco me pregunto si sufro. ¡Claro que sí! Pero no lo escondo porque me jode ese falso pudor de los que, por el qué dirán, se avergüenzan de su dolor. Tampoco lo enarbolo contra él. Simplemente, es que no puedo contenerlo de tan enorme, de tan desbordante, y, aunque tratara de fingir con mi retorcido sentido del humor, acabaría por escapárseme igual por los cuatro costados.

Él dice estar bien, pero no me lo creo pues no en balde he pasado los últimos diecinueve años a su lado.

No hay novias difuntas, envueltas en tules, en ese armario como no hay un ápice de verdad en nada de lo que dice. Soberbio como el sólo, mantiene a raya -por ese estúpido sentido del prestigio ante los demás- las ganas de enseñar su padecimiento. Y él si que finge, sometido a la coca, las pastillas y el alcohol, que disfruta de la actual situación, pero no ignora, porque aún le queda algo de sentimiento y de conciencia, lo atroz que es el abandono al que me tiene sometido a causa de una mala luna llena de enero.

Cada patada, cada puñetazo, cada bofetada que me dio... hace días que dejaron de dolerme en las piernas, en los brazos, en las mejillas, en la espalda... Esas heridas acaban por cicatrizar, no así las del alma herida que guarda, como sedimiento amargo incuestionable, el saberse apuñalada por el amado que, aun en su maltrato, jura una y otra vez seguir amándote. Y el amor que se siente todavía -absurda, risible e incomprendida paradoja- puede hacernos perdonar aunque nos condenen por ello. Es el agresor quien lleva a cuestas su transgresión como un tumor inextirpable.

Y, a partir de ahí, surgen voces desde todos sitios. Todos opinan. Voces piadosas, pacatas, iracundas, magistrales, rencorosas, bienintencionadas, malquistadoras, resentidas, amigas, enemigas, comprensivas, humillantes, solidarias, espantadas, reclacitrantes... pero ninguna mira dentro de sí para siquiera imaginar que harían en circunstancia semejante. Y le agradezco a los amigos, y me apiado de los enemigos, y obvío a los que esto no les importa ni fu ni fa.

Estoy loco, me digo, pero le amo con todas mis fuerzas por inaudito e incomprensible que pueda parecer. ¿Me merezco entonces lo que me pasa y lo que pudiera pasarme? Oigo hablar tanto de víctimas y verdugos a causa del amor mal entendido...
Pero, le amo, sigo repitiéndome. No encuentro fuerzas para ser autocrítico y dejar de hacerlo aunque me crean masoquista, paranoico, inconsciente, ingenuo, desgraciado... incluso aunque me encuentre entre las cuatro paredes de este cuchitril inmundo.

Si dejara de amarle -algo que no dudo que podría si lograra proponérmelo en esta marejada de contradiciones- el único muerto dentro del armario de esta habitación sería yo. Porque no consigo dejar de imaginármelo -grande y desgarbado- entre mis brazos. Yo como un campo tras una tormenta de pedrisco, tratando de recuperar lo que el desastre no abatió; sintiéndole abnadonado a mí, en mí, buscando todas estas horas perdidas sobre mi pecho, anclado a mi corazón que es lo único que lo salva de irse a la deriva.

Sí. Todos me lo dicen. Puedo dejar de amarle si quiero; pero es que no quiero... aunque esta soledad me asfixie, me ahogue por minutos y los valium se nieguen, impotentes, a devolverme el sosiego y el insomnio haga presa en mí. Aun tan cerca -tres calles y un callejón- lo siento tan lejos...

En el armario sólo cuelga, indiferente, la escasa ropa que traje conmigo. Si se abriera de repente, nada más que me vería a mí mismo en el inexistente espejo de luna, enjugando esta lágrima tonta, que resbala con su descaro y mi pasividad hasta mi cuello, mientras en un segundo de rara lucidez me llamo gilipollas por no lanzarme a la calle a la busca de otras sombras silenciosas que atenúen mi desconsuelo. Pero, es un pensamiento fugaz y vano. Sé que esos extraños me darán minutos nada más y que me dejarán más vacío de lo que ahora me encuentro... si es posible estarlo más.

Ni un cuadro en las paredes. Como si fuera la celda de un falansterio. Hasta en una cárcel se es más libre que cuando se está preso de los sentimientos. No hay nada en esta habitación que me distraiga el corazón; nada que ayude a evadirme de mis pensamientos.

Él, sólo está él a todas horas, clavado como siete puñales en mi soledad y aunque me dicen que se le ve contento... Dicen, dicen... Que me diga él, mirándome a los ojos, que no sufre -aunque sea de otra manera, su manera- como yo estoy padeciendo.

© P.F.Roldán

Madredeus:Vem(além de toda a solidão)

4 de julio de 2008

tormentas, tormentos



De muy niño siempre me intrigaron los pararrayos. En la cúspide de cúpulas, campanarios, edificios muy altos… me preguntaba cómo un fino y alargado palitroque de metal podría tener él solo la fuerza suficiente para soportar la embestida, la terrible sacudida de un rayo atronador.

No sabía entonces ni de Franklin ni de física. Sólo me preguntaba cómo aquella aguja podía protegernos de algo que me aterrorizaba profundamente y me hacía buscar refugio en la habitación sin ventanas que mis abuelos tenían en su alcoba, como vestidor, en los días de tormenta. Me acurrucaba entre la ropa, acuclillado en el fondo de un armario, hasta que escuchaba muy lejanos los truenos y ya no veía la luz de los rayos.
Con nada más que 5 años, había visto caer uno sobre el frondoso jacarandá que teníamos a escasos doscientos metros de la casa. No podré olvidar cómo lo tronchó por la mitad; la densa humareda; el estrépito; la tierra moverse bajo mis pies; mis lágrimas y gritos histéricos; la bofetada de mi padre; las jaculatorias de las mujeres de la casa…

Cincuenta años después me he ido convirtiendo en un pararrayos semoviente frente a las tormentas de la vida. Éstas no toman tierra por mis pies. La mayoría de las veces se quedan dentro que, aun capeando temporales buscando el socaire de los vientos que empujan las tempestades hacia mí, no puedo deshacerme de ellas con la misma rapidez con la que me invaden
Eso sí. Siento que me han hecho más fuerte y resistente aunque en muchos momentos crea que no voy a poder soportarlo. Duele mucho cada vez, aunque sea de distinta manera una de otra. En ocasiones he llegado a pensar que acabarían por partirme como aquel árbol, del que cada mayo admiro sus violáceas flores en algunos jardines de la ciudad. Aquel otro nunca rebrotó, abrasado hasta sus raíces. Para siempre, porque nunca fue arrancado, permanece su ennegrecido grueso tronco.
¿Estará así de negra mi alma a pesar de que resisto los embates y sigo en pie?

No lo sé. Continúo enhiesto frente a todo, pero algo me dice que no soy el mismo: es como si me hubieran consumido en gran parte la alegría de vivir, la esperanza, la fe en los demás… Y que aunque, dentro de mí, hay una voz que me incita a no rendirme, y a pesar de esa fuerza que me han dado los años, voy perdiendo la confianza en que esto tenga sentido cuando contemplo el inmenso vacío exterior que otros llenan de cosas superfluas para engañarse y contentarse.

© P.F.Roldán

Dúo Dinámico:Resistiré