22 de julio de 2008

el despertar


Cuando tus ojos me han iluminado cada mañana al despertar, he sentido que la vida empezaba a correr por mis venas y una insólita ansia de construir el futuro contigo se apoderaba de mis sentidos.
Pero hoy he de marcharme. El tren sale hacia Barcelona a las 8.25 y tú aún no te has despertado porque tuvimos una noche intensa y duermes mucho más que yo. Me iré sin tu mirada pero beso levemente tu frente y tus labios. Tú remoloneas inquieto sin llegar a despegar tus párpados y salgo de tu dormitorio sin hacer ruido. Mejor así, tal vez. Se me atragantan las despedidas de ojos empañados y promesas que no sabemos nunca si serán realidad.
Han sido seis días inolvidables que me llevo conmigo.

Pido un taxi desde el teléfono que tienes en la sala de estar. En un rincón, junto a la puerta de entrada, dejé anoche preparada la maleta y la pequeña mochila en la que siempre llevo un libro, una revista de autodefinidos, el discman y algunas chocolatinas para picotear si se me despierta el apetito en el viaje, junto a esas otras cosas habituales –gafas de lectura, boli, pañuelos de papel,…– y en la que ayer tarde, de vuelta a tu casa y en una distracción tuya porque te paras en cada escaparate de ropa de marca y de las zapaterías
(–Voy a cruzar al centro de la plaza para hacer una foto del Ayuntamiento.
–¿Por qué no compras una postal?
–No es lo mismo…)
guardé una orquídea que compré en uno de los puestos (no sé cómo estará la pobre) y que te dejaré sobre la mesa de la cocina con una breve nota, que desearía fuera un “hasta luego”, en la que te digo que he sido feliz a tu lado estos días. Quizás está un poco pachucha; posiblemente un poco de agua ahora la revitalice. Sólo importa el detalle; que cuando te levantes quede algo de mí, aunque sea efímero. Lo esencial puede que ya haya cogido sitio en tu corazón.
Cierro tras de mí con cuidado. Mientras espero el ascensor en el rellano, no quiero volverme a mirar esa puerta detrás de la que se quedan, contigo, muchas horas llenas de ti.
El taxi ya está en la calle. Es una calle estrecha y el conductor me mete prisa; está formándose cola detrás. Tampoco me giro a ver el portal ni tu balcón lleno de plantas. Quiero guardar la imagen de mi último regreso anoche, tu mano cogiendo mi hombro, la mía dentro del bolsillo trasero de tus vaqueros.
–A la Estación del Norte…
Y no quería, pero se me nublan los ojos cuando pasamos por las Torres de Serranos. Los cierro. No deseo seguir viendo los lugares por los que hemos paseado juntos. Al otro lado del río, el Museo de San Pío V, los jardines de Viveros; enfilaremos hacia la Glorieta, la calle de Colón… Y, pese al tráfico intenso de la mañana, sólo oigo el silencio.

Cuando hace dos meses escasos empezamos a chatear por el messenger, no podía imaginar que no serías uno más; ni siquiera se me pasó por la cabeza que nos llegáramos a encontrar un día. La gente miente tanto por Internet que me he vuelto muy escéptico. Y si a eso le añades que los amigos de loco para arriba te dicen de todo…
–Como si no hubiera hombres a decenas aquí y tú, hala, a lo surrealista y a que te den otro palo en la quinta puñeta en vez de venirte de marcha con nosotros… Estás como un cencerro.

Me repugnan los cuartos oscuros; que se me acerquen desconocidos a buscar carne fácil; sentir la vacuidad del antes y del después…
Y en esas, apareciste en una web de contactos por la que no daba ni un euro, pero de la que nunca te das de baja por inexplicables motivos o porque en el fondo sigues confiando en que todavía quede alguien que merezca la pena.
La de gente que habrá contactado por ahí conmigo con bonitas palabras y a la que he borrado de mi msn después de una conversación, o a lo sumo un par.
Nunca le escribo a nadie, pero contigo fue un impulso que, conociéndome, aún hoy no consigo explicarme, aunque haya tenido mil razones para alegrarme con el paso de los días. Y esta última escasa semana me confirma que el corazón muchas veces no se equivoca aunque la propia razón te llame también loco, como los amigos.
Llegamos a la estación; pago la carrera y, como con anteojeras, cruzo raudo el vestíbulo hacia los andenes sin mirar alrededor. Llego temprano, como siempre. No me gustan ni las prisas ni la ansiedad del si llego o no llego a tiempo.
Media hora larga de espera. Arrastro el trolley y me acerco a las pequeñas tiendas. “Tengo tiempo para un café con leche”, pienso. Me ha cortado un poco desayunar en tu casa; no sólo por no hacer ruido, sino porque, aunque me has dado y he sentido confianza, no me gusta abrir los armarios de otros. Aprovecho para echar una ojeada al periódico. No leo nada. Miro alguna foto pero voy pasando las hojas como un autómata, con el reloj a la vista… por si acaso.
Veinte minutos; pago y me voy otra vez al andén. Paro unos segundos a comprar la National Geographic de Historia. Una azafata quita justo en ese momento la cinta para revisar los billetes y dar paso a los viajeros. Ahora tengo que hacer cola. Me podría haber tomado el café en el tren.
Avanzamos deprisa. Ahora no sé si me arrepiento de haber escogido un vagón de no fumadores. No he fumado en todos estos días por ti, pero ahora me apetece como si la nicotina pudiera relajarme; sin embargo, sé que es una excusa aunque en algo he de entretener la cabeza para no pensar que a cada instante te quedas más detrás…
No sé si te quiero, pero me algo me dice que regreso enamorado.
–El segundo vagón. –Su voz me llega difusa en mi abstracción–. ¿Le apetece un caramelo?
Cojo mecánicamente un par y me dirijo a ese segundo vagón. Aún faltan casi diez minutos.
Echo de menos aquellos compartimentos para ocho viajeros a los que el revisor te guiaba. Ahora es casi un desmadre. El estrecho pasillo se bloquea con maletones y gente que no entiende muy bien lo de la V de ventana o la P de pasillo; en los que tu número de asiento queda en el otro extremo del vagón, y tú, que siempre andas de la mano de Murphy, has escogido la puerta equivocada y tienes que atravesar hasta la otra punta, armándote de paciencia porque no es posible volver atrás. El tren va lleno.
No quiero pensar. Me distraigo en acordarme de la parentela de ese inútil al que no le entra el equipaje en el portamaletas sobre la ventanilla.
–Hay un compartimiento para bultos grandes a la entrada del vagón, señor –oigo que le dice un mozo del tren, al que noto desesperado de bregar y repetirse decenas de veces cada día con esa clase de viajeros, que se volverán a mirar en cada estación por si les roban su maleta.
Por fin, mi asiento. En el andén ya tampoco es como antes. No hay gente llorosa o sonriente despidiendo a los que se van.
Subo mi equipaje y me organizo en la mesita plegable. El libro, las gafas, la revista recién comprada, el bolígrafo, los crucigramas. Pedí pasillo al comprar el billete. Prefiero que mi vecino de viaje pase por encima de mis piernas a sentirme enclaustrado contra la ventanilla y, además, salgo y entro cuando quiero sin la sensación de estar molestando a nadie. De momento no lo ha ocupado nadie y pongo mi mochila ahí.
Siento una punzada a la altura del esternón. Me he bebido el café muy deprisa. “No te pongas nervioso”, me digo y deslío uno de los caramelos que he cogido mientras me enfrasco en un autodefinido.
–¿Permites?
Qué mala costumbre tiene ahora todo el mundo de tutearte. Cojo la mochila y aparto las rodillas hacia el pasillo para dejar paso. Soy consciente de haber bajado la mesa demasiado pronto y me disculpo; mientras, recojo todo sobre mis piernas y la pliego.
–Gracias – Su voz me es familiar, pero ni me fijo. Estoy pendiente de que no caiga nada al suelo.
No me apetece darle cháchara a un desconocido. Va, tal vez, tan lejos como yo; a saber. El viaje puede convertirse en una interminable pesadilla si es el típico parlanchín, así que me sale un lacónico y casi estúpido “de nada”.
–Será muy agradable compartir contigo un tiempo más. Compré billete hasta Castellón mientras sacabas el tuyo, y regresaré en un cercanías. –En tus manos llevas la orquídea y ves mi mirada de sorpresa que va de ella a tus ojos–. Es una pena que se quedara sola sin que nadie la disfrutara conmigo.
Y tus labios rozan sin ningún pudor los míos mientras me estrechas entre tus brazos.

(De mi libro de relatos breves: "Las otras estaciones". Cartagena, sept. 2004)
© P.F.Roldán

Noa & Nicola Piovani:la vita é bella

No hay comentarios: