23 de junio de 2010

y se nos fueron...

No he sido un lector exhaustivo de la obra de José Saramago, aunque tampoco es escaso lo que de él he leído. Y de lo leído puedo afirmar que siempre me dio alicientes para pensar porque nunca me resultó una literatura banal ni una simple lectura de entretenimiento como las novelas históricas, género que ahora prolifera, muchas de ellas casi perfectas pero sin que trasciendan al día a día.

En Saramago siempre he encontrado, y seguro que seguiría encontrando si leyera más de lo que escribió, esa filosofía -que no es filosofía sino un estado del espíritu- para detenerse a meditar acerca de las realidades de la condición o naturaleza humanas. Frases cortas muchas veces y tan sencillas que, no por ya sabidas o intuidas, hacen que uno se pare a analizar si realmente está viviendo como un ser humano comprometido con todo lo que le rodea y más allá, o simplemente se vegeta absorbido por la indiferencia que se practica en una sociedad gregaria, acomodaticia y que valora más lo que no necesita ni el esfuerzo de pensar por unos segundos.

Era mayor en edad. Muchos habrán empleado la manida expresión “ley de vida”. A muchos hasta su muerte les habrá resultado indiferente. Pero otros se han empleado a fondo, como la inmisericorde jerarquía vaticana que no ha dejado ni enfriar su cadáver, para atacarle por su marxismo practicante. Y yo que no soy marxista y sí creyente, he sentido que si marxista es hacerte sentir más cerca de la doctrina de Jesús, algo de marxista hay en mí que me identifico más con mucho de lo que le he leído a Saramago que con la mayoría de actuaciones de esos purpurados a los que si Cristo volviera seguro que no dudaría en expulsar del Templo a correazos, como ya hiciera con los mercachifles de su época.

Como Vicente Ferrer, que se nos fue ahora hace justo un año y para quien muchos pedimos ahora el Nobel de la Paz para su Fundación, Saramago es de esos santos –porque ¿qué es la santidad sino ser un hombre bueno y justo?- que la Iglesia nunca subirá a sus altares. Santos incómodos y heterodoxos para y con la jerarquía por su forma de pensar y de vivir, pero absolutamente ortodoxos por su cercanía a los valores más humanos del Evangelio del que otros se han hecho adalides y que ni cumplen en las formas ni en el fondo. Cada uno a su manera, entregó lo mejor de sí –y hasta lo peor, porque no habrían sido hombres- para despertar conciencias y hasta para revolverlas, y eso no sólo incomoda sino que deja como hipócritas y sepulcros blanqueados a los que, apelando precisamente a la conciencia, se contradicen con sus hechos.

Y el viernes pasado fueron inevitables, por espontáneas y con la autonomía que les da el sentimiento, las lágrimas. Uno siente que el mundo ha vuelto a perder a alguien grande, sin que esa grandeza le llenara jamás de una vacua soberbia y aun pareciendo adusto e intransigente. Pero es que los que viven adocenados en manada son incapaces de ver que los auténticamente intransigentes son muchos de sus pastores aunque con una finalidad bien distinta. Lo que distingue la de uno con la de la de esos otros es que mientras para aquél está motivada por la fe profunda en sus convicciones, los otros usan la intransigencia para no perder ovejas del redil que gobiernan, utilizando la fe y manipulando las conciencias de aquellos que siguen creyendo en un mensaje de veintiún siglos, y que no ha perdido vigencia si excluimos la deformación que han hecho de él los encargados de adoctrinar a las masas como si de un Estado totalitario se tratara y en el que ya no importa tanto el verdadero mensaje de la ideología -aunque siga siendo su arma- como el seguir detentando el máximo poder unos pocos que se eligen entre ellos.

¿Cómo puede nadie condenar a alguien que dice: “"Ni las derrotas ni las victorias son definitivas. Eso les da una esperanza a los derrotados, y debería darles una lección de humildad a los victoriosos"? Pero tal vez una respuesta al mundo en que hoy vivimos la encontremos al final de “Ensayo sobre la ceguera”: “"Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos. Ciegos que ven. Ciegos que, viendo, no ven".

No. Nunca subirá a los altares, como tampoco elevarán a ellos al gran Vicente Ferrer. Aunque seguro que ninguno de los dos tampoco lo habría querido jamás. Sin embargo, ambos permanecerán en muchos corazones y en la memoria de tantos como se han reencontrado consigo mismos y hasta con su fe, a pesar de la rebeldía de uno con sus superiores y del ateísmo practicante del otro. Y se llega a pensar si no serían estas posturas sino el rechazo a todo lo que representaba para ellos esa Curia fanática.

Nunca podremos estar en la conciencia de nadie en toda su vida, y mucho menos cuando se está yendo, pero será siempre inevitable elucubrar si muchos de los que dejaron a un lado la Iglesia oficial y lo que predica, no fue más por quienes la representan que por el que debieran de representar.

Lo único cierto es que no pueden existir esas llamas eternas, que predican y con las que tratan de atemorizarnos, para nadie que haya hecho de la verdad, de la bondad, de la justicia, de la solidaridad,… el motivo de sus vidas.

© P.F.Roldán

Saramago, Pilar del Río, Luis Pastor, Joao Afonso...:Grandola Vila Morena

4 de junio de 2010

cuando sólo queda la memoria

Paso casi a diario por la puerta de la que fue la casa de mis abuelos. Un edificio decimonónico en la calle del Cañón, a la que mi abuela seguía llamando por su antiguo nombre de Osuna hasta en los remites de las cartas que escribía, y que después siguió habitando mi tía Lola, hasta que murió este último sábado.

La casa pasó a ser propiedad hace ya algunos años de uno de los ladrilleros más afamados, por polémico, de Cartagena. Pero quien le iba a decir a él cuando invirtió que mi tía, con la que pactó el pago de un alquiler simbólico, superaría los 93 años contra todas las expectativas imaginables.

Esa casa, que ahora es ya casi seguro que tendrá los días contados como tantas otras en el casco histórico, será siempre “la casa de los abuelos” y permanecerá en mi memoria. Mis recuerdos son innumerables y tan vívidos que mi madre que nació en ella como todos sus hermanos -a los que ha sobrevivido- se asombra a veces que los cuente como si fueran cosas de ayer porque ella ya ha olvidado muchas, entre el paso de los años y el desasosiego que le entra cuando se le rememora un pasado que le duele por todo lo amado que ha perdido.

El olor a “Maderas de Oriente” –con su palito dentro del frasco- con la que mi abuela impregnaba ligeramente un pañuelo que solía llevar en la muñeca, bajo la manga de sus vestidos de invierno, o debajo del escote en verano. No le gustaba echarse colonia o perfume directamente en la piel y hasta muchos años después de su fallecimiento ese aroma permaneció en su enorme armario “de luna”, entre sus vestidos de los que mi abuelo nunca quiso deshacerse. Las tardes sentado junto a ella en el mirador, cuando salía del colegio, merendando rebanadas de pan con mantequilla y azúcar, o aceite y sal, mientras ella desenvainaba y desgranaba los pésoles para la cena o se afanaba, con una destreza que me absorbía, con sus encajes de bolillos en aquel mundillo de color rosa desvaído y claveteado con infinidad de alfileres, siempre con la enorme radio encendida escuchando canciones (Pepe Blanco, Carmen Morell, Antonio Molina...) que los abonados a la emisora dedicaban a parientes, novias y amigos. El liviano cobertor antiguo de seda azul celeste, con bordados en blanco y orlado con una guarnición de flecos entrelazados por nudos en su rededor, que sólo sacaba para las grandes ocasiones, como, por ejemplo, las fiestas familiares señaladas o como colgadura para la procesión del Corpus, en el balcón del salón, al que llamaban el gabinete, mientras con los nietos deshojaba flores para echar los pétalos al paso del Santísimo. Y cuando llegaba la época de carnavales, prohibidos por el franquismo, la abuela sacaba los viejos disfraces de su infancia de un baúl que tenía en el trastero y nos vestía a todos para hacer fiesta en casa, empezando por mis tías. Mientras me cupo, casi hasta los siete años, siempre fue mi preferido un traje de Pierrot en raso amarillo con gola de tul blanca y grandes botones negros, y los demás de holandesa o de flamenca o de Charlot con un viejo bombín del abuelo…
Y el sarampión también lo pasé allí con tres años, iluminado por la tradicional bombilla roja y tomando el ya desaparecido antipirético Piramidón. “¿Cómo te puedes acordar hasta de la marca?”, me suelta mi madre.

La calle bulliciosa con la sastrería de Rafael Valls en la acera de enfrente, siempre con trasiego de clientes; la “Granja de Manolita” en el portal de al lado, que por dos perras gordas te daba ni se sabe de bolas de anís; y más abajo la tienda de Emilia “la Cacharrera” que vendía desde lebrillos y macetas a loza barata o el demolido Hotel España, de cuyo pinche, siempre con su delantal gris, se burlaban todos a voces, procaz y cruelmente, porque subía y bajaba la calle, mano en la cadera, contoneándose sin pudor cuando iba a hacer los mandados. El multitudinario trasiego que provocaba la Semana Santa de la que, año tras año, no me perdía una procesión detrás de los cristales bajos del mirador mientras mi abuelo, que antes de la guerra había sido consiliario de La Samaritana, me contaba historias de los tronos, de cómo eran antes, y hasta de cuando en el 36 saquearon la Catedral y bajaron por la Cuesta de la Baronesa a la del Cañón a la casa del entonces alcalde, que vivía en el edificio contiguo, disfrazados con las casullas. Y por las noches el sereno con su chuzo y su manojo de llaves, o los que regaban la calle con manguera, haciendo que en verano los adoquines de pórfido, aún calientes por la solanera, despidieran un olor que nunca más he vuelto a aspirar pero que reconocería si así fuera.

Memoria para tantos objetos que ya ni existían la semana pasada… El juego de tocador de plata que la abuela –“¡Prohibido tocar!”- tenía en la coqueta art decó de tres espejos; el reloj de pared de largo péndulo dorado, simulando la cabeza de un sol más parecido a un sátiro con rictus rijoso; el cierro del comedor con reja de las llamadas de buche de paloma, en el que la abuela mimaba sus plantas y al que yo trepaba para incordiar al canario; el acristalado aparador de caoba que, hasta el techo y de pared a pared, guardaba entre muchas cosas la vajilla de la fábrica La Amistad que mi abuela heredara de sus padres y que fue malvendida a piezas por mi tía hace unos veinte años como otras cosas a las que ella llamaba antiguallas, poco dada a apreciarlas; el tapiz romántico de una joven tocando el laúd en un jardín; los suelos con dibujos geométricos y diferentes en cada habitación, de multicolores baldosas hidráulicas, que acabaron cubiertas con loseta de gres en una de esas reformas sin criterio de los 90; la desaparecida biblioteca del abuelo, de quien tanto aprendí, en el último piso; el especiero de madera con cajoncitos de redondos tiradores de porcelana y que me gustaba oler tanto como el molinillo de mano del café; lo que la abuela llamaba el rastrillo y que eran varias tablas de madera verticales clavadas a dos horizontales, que ella ponía en el descansillo de la escalera, trabándolo con la barandilla, para que no cayéramos rodando los críos ni su perra pekinesa a la que yo le hacía la vida imposible, jaleándola, hasta que me enseñaba los dientes de abajo entre gruñidos. Cómo con cuatro años me escondía debajo de la cama de mi tío cuando alguna tarde me llegaba el olor amenazante de coliflor hervida con patatas y bajocas para cenar… y las posteriores carreras alrededor de la mesa del comedor perseguido por mi madre y que yo terminaba abrazado a la piernas de mi abuela, buscando refugio, que más que una abuela fue una segunda madre tantas eran las horas e incluso los días, casi toda mi infancia y adolescencia, que me pasaba con ella en aquella casa.

Hay tantas y tantas cosas más, pero más que el recuerdo inevitable de objetos guardo olores, sabores, sonidos… Un tercio de mi vida ligado a multitud de sensaciones… Pero, cuando un ciclo se cierra, como en este fin de semana pasado, a algunos ya sólo nos queda el recuerdo –un recuerdo selectivo que no ignora por supuesto lo que no fue color de rosa- porque todo lo material que aún no se ha perdido desaparecerá como los que ya se han ido y acabará en otras manos o entre los escombros de un nuevo edificio demolido...

Creo que me quedo con lo mejor: el privilegio de recordar porque, si la vida me da salud, es lo único que me acompañará en el último segundo cuando también me toque irme, y aunque esté rodeado de gente, porque la memoria se va a la vez que nosotros, con nosotros, y espero tenerla de lo bueno que la vida me dio y confío en que me siga dando hasta ese día. No merece la pena perder el tiempo a estas alturas con lo malo… aunque he de reconocer que éste últimamente se prodiga demasiado. Cal y arena porque así es la vida, como lo fue y será... pero siempre, esperanza.

© P.F.Roldán

Les Choristes:In Memoriam