8 de julio de 2008

a tres calles y un callejón...



Nunca antes, ni siquiera hace unas semanas, cuando fui a los Albatros a ver Hotel Room con Andreu y Ricard, se me había pasado por la cabeza que podría terminar en la habitación de una pensión de mala muerte, involucrado en la misma soledad surrealista de aquellos inquietantes seres de ficción, sufriéndola en alma propia. Y si ahora, como en la película, se abriera el armario y me encontrara el cadáver de una novia, embutida en su traje nupcial, hasta agradecería su silenciosa compañía.

Pero estoy solo y apenas tres calles y un callejón me separan del que -a pesar de su incalificable crueldad- sigo amando, sin saber muy bien por qué he llegado a parar aquí y sin querer preguntarme por qué motivo le quiero todavía. ¡Para qué plantearme enigmas insolubles si mi corazón ha de hacer caso omiso de las respuestas?

Tampoco me pregunto si sufro. ¡Claro que sí! Pero no lo escondo porque me jode ese falso pudor de los que, por el qué dirán, se avergüenzan de su dolor. Tampoco lo enarbolo contra él. Simplemente, es que no puedo contenerlo de tan enorme, de tan desbordante, y, aunque tratara de fingir con mi retorcido sentido del humor, acabaría por escapárseme igual por los cuatro costados.

Él dice estar bien, pero no me lo creo pues no en balde he pasado los últimos diecinueve años a su lado.

No hay novias difuntas, envueltas en tules, en ese armario como no hay un ápice de verdad en nada de lo que dice. Soberbio como el sólo, mantiene a raya -por ese estúpido sentido del prestigio ante los demás- las ganas de enseñar su padecimiento. Y él si que finge, sometido a la coca, las pastillas y el alcohol, que disfruta de la actual situación, pero no ignora, porque aún le queda algo de sentimiento y de conciencia, lo atroz que es el abandono al que me tiene sometido a causa de una mala luna llena de enero.

Cada patada, cada puñetazo, cada bofetada que me dio... hace días que dejaron de dolerme en las piernas, en los brazos, en las mejillas, en la espalda... Esas heridas acaban por cicatrizar, no así las del alma herida que guarda, como sedimiento amargo incuestionable, el saberse apuñalada por el amado que, aun en su maltrato, jura una y otra vez seguir amándote. Y el amor que se siente todavía -absurda, risible e incomprendida paradoja- puede hacernos perdonar aunque nos condenen por ello. Es el agresor quien lleva a cuestas su transgresión como un tumor inextirpable.

Y, a partir de ahí, surgen voces desde todos sitios. Todos opinan. Voces piadosas, pacatas, iracundas, magistrales, rencorosas, bienintencionadas, malquistadoras, resentidas, amigas, enemigas, comprensivas, humillantes, solidarias, espantadas, reclacitrantes... pero ninguna mira dentro de sí para siquiera imaginar que harían en circunstancia semejante. Y le agradezco a los amigos, y me apiado de los enemigos, y obvío a los que esto no les importa ni fu ni fa.

Estoy loco, me digo, pero le amo con todas mis fuerzas por inaudito e incomprensible que pueda parecer. ¿Me merezco entonces lo que me pasa y lo que pudiera pasarme? Oigo hablar tanto de víctimas y verdugos a causa del amor mal entendido...
Pero, le amo, sigo repitiéndome. No encuentro fuerzas para ser autocrítico y dejar de hacerlo aunque me crean masoquista, paranoico, inconsciente, ingenuo, desgraciado... incluso aunque me encuentre entre las cuatro paredes de este cuchitril inmundo.

Si dejara de amarle -algo que no dudo que podría si lograra proponérmelo en esta marejada de contradiciones- el único muerto dentro del armario de esta habitación sería yo. Porque no consigo dejar de imaginármelo -grande y desgarbado- entre mis brazos. Yo como un campo tras una tormenta de pedrisco, tratando de recuperar lo que el desastre no abatió; sintiéndole abnadonado a mí, en mí, buscando todas estas horas perdidas sobre mi pecho, anclado a mi corazón que es lo único que lo salva de irse a la deriva.

Sí. Todos me lo dicen. Puedo dejar de amarle si quiero; pero es que no quiero... aunque esta soledad me asfixie, me ahogue por minutos y los valium se nieguen, impotentes, a devolverme el sosiego y el insomnio haga presa en mí. Aun tan cerca -tres calles y un callejón- lo siento tan lejos...

En el armario sólo cuelga, indiferente, la escasa ropa que traje conmigo. Si se abriera de repente, nada más que me vería a mí mismo en el inexistente espejo de luna, enjugando esta lágrima tonta, que resbala con su descaro y mi pasividad hasta mi cuello, mientras en un segundo de rara lucidez me llamo gilipollas por no lanzarme a la calle a la busca de otras sombras silenciosas que atenúen mi desconsuelo. Pero, es un pensamiento fugaz y vano. Sé que esos extraños me darán minutos nada más y que me dejarán más vacío de lo que ahora me encuentro... si es posible estarlo más.

Ni un cuadro en las paredes. Como si fuera la celda de un falansterio. Hasta en una cárcel se es más libre que cuando se está preso de los sentimientos. No hay nada en esta habitación que me distraiga el corazón; nada que ayude a evadirme de mis pensamientos.

Él, sólo está él a todas horas, clavado como siete puñales en mi soledad y aunque me dicen que se le ve contento... Dicen, dicen... Que me diga él, mirándome a los ojos, que no sufre -aunque sea de otra manera, su manera- como yo estoy padeciendo.

© P.F.Roldán

Madredeus:Vem(além de toda a solidão)

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