13 de marzo de 2010

por un plato de lentejas...

Hay quien todavía se cree que algunos tenemos un precio con el que comprar nuestros ideales y honradez. Esos se piensan que uno va a renunciar a su honestidad, a su dignidad y a sus principios a cambio de un plato de lentejas… y lo que no saben, porque extrapolando el refrán de que todo ladrón se cree que todos son de su misma condición, es que esos algunos preferimos ser coherentes y pasar hasta hambre pero no vendernos ni por todo el oro ni medallas del mundo; medallas para las que ellos son capaces de dejarse la piel – un decir, porque utilizan a otros que sí se la dejan por ellos- con tal de ser figurones en esta opereta que es la vida social en la que quieren destacar sin dar palo al agua y utilizando a los demás en propio provecho, ninguneándoles después cuando ya no los necesitan... hasta la próxima…

Y si no tienes precio, te atraen con lisonjas, que varían según el tipo de mercancía que creen estar comprando de un modo u otro, y las alabanzas duran hasta que ya has caído en sus redes. No compran a cualquiera, sino a quien saben que puede darles lo que ellos no tienen porque, faltos de carisma e imaginación, ineptos en llevar a cualquier buen término lo que se les proponga por sí mismos, necesitan exprimir a los que aportan lo que a ellos la inteligencia les ha negado. Una vez conseguido, te arrumban negándote el valor que ellos entonces se arrogan como propio y así continuamente. Dueños ya, al final, de las ideas ajenas te obligan incluso a acatar sus normas, con lo que llaman sus hojas de ruta y disciplina de grupo, y seguir sus propios derroteros, que no son otros sino los que tú les has proporcionado.

Y cuando descubren un atisbo de rebeldía por tu parte, harto de sentirte utilizado –no por otra razón porque uno sólo puede infravalorarse por sí mismo y no por lo que nadie diga- y ante su nulidad e incompetencia, primero se hacen los enfurecidos –como si fueras un traidor a “su causa”- para al rato volverte a llenar los oídos de alabanzas acerca de tu valía y volver a las promesas que nunca cumplirán porque sólo eres un medio para sus fines. Están convencidos de que sigues teniendo un precio y que, sea cual sea, podrán comprarte antes o después, pero habitualmente es un precio que pagan con lisonjas que para alguien íntegro caen en saco roto.

Y uno, sabedor, no actúa por ellos, sino por sus principios, y deja que se crean que te están utilizando pero lo que haces es luchar por tus convicciones sin regalar réditos a nadie, porque ni los buscas para ti mismo. Lo que haces lo haces desinteresadamente por el bien común, sin esperar parabienes ni premios. Lo haces simplemente porque es necesario; porque tu trabajo va en beneficio de la comunidad a la que perteneces. Te satisface lograr lo que te has propuesto, pero no te lo apuntas como un éxito personalista sino con la generosidad de que has conseguido lo que es de justicia y compartes los logros como un fruto que es para todos.
Pero esos oportunistas vienen corriendo, si todo sale bien, como sanguijuelas a anotarse el tanto cuando nada han hecho por conseguirlo. Son como esos aficionadillos que nunca han pisado un estadio mientras su equipo estaba en categorías inferiores o iba mal, pero cuando van ascendiendo puestos se van apuntando y, mientras veintidós jugadores se disputan un balón sudando la camiseta, luego van de bar en bar vanagloriándose de que “han ganado” lo que no les ha costado ningún esfuerzo personal, y en lo que no creían tiempo atrás.

Uno nunca tiene precio que pueda pagarse a no ser que se sea un mediocre botarate que pretende medrar a toda costa.
Nadie tiene lo suficiente para comprar a las personas íntegras que trabajan y luchan por altruismo y desinteresadamente sin esperar ni siquiera palmadas en la espalda. Los que se venden a esos amorales mercachifles, ávidos de oropeles inmerecidos, o son unos necios o carecen de los valores más elementales de las personas de bien.

(A Blanca, que fue una gran escuela para aprender a reconocer a esas hienas que si les dejas te hipotecan hasta el alma. Ella que tantas veces tuvo que rebelarse contra los chupa sangres sin escrúpulos para ser la persona que quería ser y cuánto la hicieron llorar cuando, por su idealismo y creyendo que le permitirían luchar en lo que tenía fe, cayó crédulamente en manos de esa clase de desaprensivos sin que lograran, a pesar de todo, comprarla jamás y aunque, por eso mismo, la arrinconaran en un doloroso silencio mientras estuvo entre sus garras. Pero murió en paz porque nunca pudieron sobornarla ni secuestrarle su generosidad. A ella le debo mi libertad sin precio en ese mercado de desaprensivos que me era desconocido… hasta que también me han salido al paso.)

© P.F.Roldán

Joan Manuel Serrat: Para la libertad

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