31 de mayo de 2009

caminar entre el equilibrio y el vértigo

Durante muchos años padecí una especie de vértigo que no tenía causas inteligibles, ni siquiera físicas, porque no me afectaba personalmente. Era una sensación extraña que se manifestaba cuando veía a alguien al borde del vacío: un limpiacristales con medio cuerpo fuera de la ventana, un turista posando para la foto encaramado en el parapeto de una muralla, hasta un escalador en una escarpa absolutamente vertical en un documental o incluso, aunque parezca absurdo y rebuscado, hasta la visión de la carta del loco, del tarot, a punto de despeñarse… El estómago parecía encogérseme y, rápido, apartaba la vista.

Sensación extraña, digo, porque, sin embargo, llegué a vivir en un undécimo piso mucho tiempo y me acodaba en la barandilla para ver una puesta de sol, o sólo por curiosear el trasiego urbano, o me asomaba al borde de un acantilado para contemplar como el oleaje rompía abajo; cosa que sigo haciendo cuando se tercia la ocasión… y nunca he padecido de vértigo en esas situaciones.

Deduje después de mucho tiempo –una vez superado casi totalmente, que no sé cuándo ni cómo- que tal vez era algo psicológico; algo que en mi inconsciente se despertaba involuntariamente y que sólo me atrevo a achacar a mi falta de equilibrio interior en aquellos días, y aunque sea o parezca rebuscada la hipótesis. Pero, he comprobado después que cuando estoy en plena vorágine reflexiva y con el ánimo revuelto tratando de encontrar explicaciones o soluciones a cualquier cosa y no me resulta fácil –por eso ése casi totalmente de antes, pero no del todo- se vuelve a reproducir atávicamente y, aunque sea por un breve instante, reaparece ese vértigo que únicamente siento dentro de mí y sin temer nada, ni siquiera que exista un peligro real.

La mente, he llegado a elucubrar, cuando a veces se siente impotente para discernir con agilidad, se busca recursos muy singulares para su autodefensa o su autojustificación en cosas externas que, aunque no nos conciernen directamente, son como el reflejo indirecto de un estado momentáneo de algo semejante a un hórror vacui emocional o sensorial: el vacío de la inseguridad de no saber dónde pisar en según qué situaciones; en la urgencia de tener que tomar decisiones y no equivocarse con la cabeza abotargada por acontecimientos inesperados, de inexcusable o inaplazable resolución… Y soy de los que no me gusta aplazar las cosas para que no se enquisten.

Con los años, y sobre todo con el aprendizaje que estos conllevan, esos episodios se dan cada vez más esporádicamente y, aun desconociendo si la Medicina los incluye en alguna definición sobre las fobias –me da igual-, porque no los puedo considerar como lo que la Psicología llama “vértigo de la altura” ya que ésta no me atemoriza ni me crea inseguridades, me doy cuenta de que cuanto más sereno se encuentra mi ánimo y más decidida mi conciencia para actuar, menos recidiva es esa sensación vertiginosa que podría catalogarse de irracional, a pesar de haberla sentido –y aun ahora rara vez- tan real como el latido del corazón o la respiración.

Siempre me he considerado un hombre de acción, capaz de tomar decisiones rápidamente y, a pesar de ello, sin insensateces, aunque los más conformistas crean lo contrario; pero no en todas las ocasiones uno puede actuar igual. A veces, cuando hay que sopesar más que en otras los pros y contras porque de según qué decisiones dependen cosas extremadamente vitales y que no se pueden dirimir a la ligera, es obvio que podemos llegar a sentirnos desbordados; incluso aunque creamos saber de antemano lo más conveniente o acertado.

La madurez, como tal y no como consecuencia de la edad, me llegó algo tarde, que alguien puede tener muchos años y no saber sacarle provecho a la experiencia, tropezando una y otra vez en las mismas piedras. Tuve que llegar a los 50 para que, sin desandar lo andado porque eso es imposible y, además, es una torpeza pensar que podamos empezar de nuevo, le encontrara su sentido a lo vivido para ir logrando cierto equilibrio en el día a día e ir acrecentándolo más y más.

Obnubilados por un mundo en el que prevalece la prisa, sin darnos tiempo ni lugar para interiorizar, favoreciendo el autoengaño, el conformismo y la resignación, cuando no la apatía o la tristeza, el equilibrio resulta casi un lujo pero es lo único que nos aporta serenidad.
Sólo lo he conseguido encontrar en la autocrítica sincera, que no suele ser indolora pero nos ayuda a cauterizar heridas del pasado que son lastres, y en el deseo inamovible de continuar el camino emprendido hasta meter la llave correcta en la cerradura de la puerta que conduce a un futuro mejor.

© P.F.Roldán

Jarabe de Palo:Camino

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