3 de enero de 2009

sin techo: cuento amargo de Navidad

Marta tiene 77 años. Ya no recuerda ni el tiempo que lleva sola, esperando pacientemente un final que no llega todavía, aunque lo que sí sabe que está al llegar es la ejecución de desahucio en un par de días porque la casa de renta antigua en la que vive desde que nació es una ruina. Desde hace meses no puede entrar a la cocina porque se vinieron abajo las colañas, destrozando todo lo que encontraron a su paso, dejándola a cielo abierto. Ya no le angustia no saber que será de ella cuando llegue ese momento, porque, aunque no le han ofrecido alternativas y con su mísera pensión de huérfana de guerra apenas si llega a mitad de mes, no tiene ni ilusiones y ni, mucho menos, ganas de vivir. Está agotada de pasar hambre, frío y otras mil penurias.

En los últimos años, desde que murió su madre –todo lo que le quedaba y por la que dejó pasar su vida de largo-, ha ido malvendiendo los pocos muebles y enseres que todavía tenían algún valor y, afectada por el síndrome de Diógenes, los ha ido sustituyendo por cosas inútiles, rotas, inservibles, deshechos ajenos que ha ido recogiendo en los contenedores de basura para sentirse rodeada de objetos que, a su vez, ocultaran las manchas amarillentas de las paredes –unas de humedad, otras formando un cerco alrededor del espacio vacío que antes ocuparan cuadros o un espejo-.

Sólo conserva parte del dormitorio art decó que le regalaron sus padres cuando cumplió 15 años, en la única habitación en la que ha dejado pasar la vida. En la que come, duerme y hasta hace sus necesidades muchas veces. Una cama medio desvencijada, con un colchón relleno de lana que hace tiempo que ni mulle, y en la que campan por sus respetos media docena de gatos callejeros que ha ido amadrinando en sus correrías por los basureros, sobre un hatajo revuelto de mantas viejas y roídas; una mesilla que cojea y en la que guarda un orinal para esas noches en las que hace tanto frío que, aunque se acuesta vestida, ni va al exiguo retrete de piezas de loza blanca desportilladas y que por no tener, ni tiene ducha. Su aseo, que ha descuidado en los últimos tiempos, lo hacía en el aguamanil, que en su día tuvo una bonita jarra de porcelana pintada con rameados color pastel, y que ahora, muy de tarde en tarde, llena con agua que se baja del grifo que hay en el terrado en una botella de plástico.

Pero su pequeño tesoro está en la coqueta de espejo ovalado, cuyo azogue muestra infinidad de manchas negras allí donde el tiempo lo oxidó, y sobre la que ya no está el juego de peines y cepillos para el pelo con empuñaduras de alpaca y que, de niña, siempre creyó de plata. La banqueta acabó en una almoneda, pero con el tocador no encontró valor para desprenderse de él, aunque se lo pagaban mejor. En sus dos cajones laterales, que nunca abre, se acumulan multitud de objetos sin objeto: horquillas herrumbrosas que ya no usa, algunas barras de labios gastadas, medias con carreras, bisutería sin valor enredada entre sí en un informe montón… Pero en el cajón central, que abre –nostálgica- de vez en cuando, guarda lo único que aún le ata al mundo que fue y ya no es nada más que en su recuerdo. Algunas fotos viejas con sus padres; otra de un chico, con fino y cuidado bigote, que la pretendió hace ya tantos años que si no lee la escasa docena de cartas que hay bajo ella ni sabría decir la fecha exacta. Una flor de raso y tul, de un rosa ya desvaído, que le regaló su madre y que sólo usó una vez, como tocado, en la boda de una amiga hace ya tantos años…”¿qué habrá sido de Manolita?”…; un par de postales que su único hermano envió al llegar a México, y del que después nunca supieron más, junto a un marquito de calamina labrada con una estampa de un san José de la Montaña, al que siempre le tuvieron especial veneración en la casa. Una vieja polvera de plata, envuelta en papel de seda, con la tapa esmaltada en negro y filigranas en forma de greca, rodeando un ramillete de flores en el centro; el rosario de nácar de su primera comunión, del que perdió el crucifijo; un frasquito sin colonia, de Maderas de Oriente, con un palito dentro y que, cuando destapa alguna vez y cierra los ojos, le evocan a su madre porque, aun vacío, aún exhala cierto aroma… Saca todo ahora con mimo, mientras unas lágrimas resbalan mejilla abajo por primera vez en mucho tiempo.

Es lo único que se llevará de esta casa cuando la obliguen a dejarla y vaya donde vaya, aunque sea a deambular por la ciudad y encontrar refugio en cualquier portal abierto cuando llegue la noche. Es cuanto le queda de su pasado y ocupará poco espacio en las dos bolsas de plástico del supermercado que ya ha preparado con un par de vestidos viejos, una rebeca ajada que clarea en las coderas, una pequeña manta -retal de otra más grande-, y poco más salvo lo puesto. Mira por penúltima vez a través de la ventana desde la que nunca más volverá a ver dentro de unos días lo que ha visto desde que tuvo uso de razón, pero tampoco quiere recordarlo. Sólo piensa que la coqueta, a lo único que ha vivido aferrada su memoria, también se quedará atrás. Abajo hay un hombre de mediana edad, hurgando con un palo en el contenedor.

Los gatos se sabrán buscar la vida como se la buscaban antes de que los recogiera. Seguro que mejor que ella que no tiene a nadie en este mundo, ni familia ni amistades, y que la única visita que ha recibido en muchos años es la de los técnicos municipales que han declarado la ruina del inmueble y la del funcionario que le entregó la carta de desalojo forzoso. Ni siquiera ha aparecido nadie de los servicios sociales para encontrar remedio a su situación. Tampoco ningún vecino de los edificios colindantes. Sabe que tiene fama de huraña y que muchos la tachan de loca por vivir en esas condiciones, y que incluso alguna vez han amenazado con denunciarla por los malos olores que salen de la casa... pero ninguno ha encontrado ni un poco de compasión por ella, ni aunque sea en vísperas de Navidad.

Quisiera morirse porque a nadie le importaría, ni siquiera a ella misma ya. Sólo una escueta nota en el periódico local la descubrirá al mundo, que hoy la ignora, por un día: “Hallada una indigente muerta, de entre 70 y 80 años, en los Jardines del Real. El servicio médico que acudió ante el aviso de un ciudadano que la encontró mientras paseaba a su perro nada pudo hacer por ella y se procedió al levantamiento del cadáver. Creen que su fallecimiento se ha debido a las bajas temperaturas registradas en los últimos días. Se desconoce su identidad. ”…

Y mucha gente, con lástima hipócrita, entre mariscos, turrones y cava, se lamentará por unos segundos de que sucedan estas cosas “en días tan señalados” con un simple “¡pobrecilla!”… y seguirán comiendo como gorrinos en época de engorde, porque a fin de cuentas es Navidad y la noticia quedará en una anécdota que no va con ellos.

Pero para Marta hace años que dejaron de existir las navidades, incluso aunque una noche helada no se la hubiera llevado por delante…

¿Nos seguiremos encogiendo de hombros, con conmiseración pero diciéndonos que no estaba en nuestras manos evitarlo o que no nos incumben esas cosas, mientras despilfarramos tiempo, dinero y vida, celebrando –o utilizando como excusa para celebrar- el nacimiento de un niño que nació pobre entre los pobres?... Qué incoherencia cuando quedan muchas Marta a nuestro alrededor; quizás más cerca de lo que imaginamos.

© P.F.Roldán

cannibale vocale:We wish you a merry Christmas

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