16 de noviembre de 2008

a las 7 de la mañana...




Llevo una semana descubriendo sin prisas la ciudad al amanecer. El reflejo del sol que del primer tono rojizo va pasando al dorado, dándole a las cosas por unos instantes otras formas que, siendo las mismas que a lo largo del día, parecen distintas en juegos de luces y sombras, disfrutando de la quietud de las calles desiertas, salvo algún coche de los más madrugadores que rompe brevemente el silencio.

Me gustan cada día más estos paseos recién estrenados. Acercarme al cantil del puerto y pasear solo por los jardines de los alrededores – Cavite y Alfonso XII, al pie de la Muralla- sin el agobio del tráfico intenso de treinta minutos después, cuando la gente va a toda pastilla y con el tiempo justo para llegar a sus trabajos; cuando empieza el trasiego de un par de jardineros y de algún pequeño vehículo de limpieza y riego de las calles. En ese momento emprendo el regreso por la plaza del Ayuntamiento y la calle Mayor, que también empiezan a despertar con los camareros colocando las sillas y las mesas y los limpia cristales lustrando los escaparates. En una hora abrirán las entidades financieras y en otra hora más los comercios.

En esa plácida calma de minutos, la ciudad parece otra. Es esa luz indudablemente. Es casi mágico ver en poco como se van tiñendo los árboles, las estatuas, los edificios de la zona de anaranjados cambiantes por segundos y casi imposibles, hasta en los mármoles más blancos, reverberando en las aceras y en los escasos objetos metálicos del mobiliario urbano. En nada todo habrá pasado, pero esos instantes, que cada mañana me parecen más cortos porque va amaneciendo más tarde y parece comenzar antes el tráfago humano, me llenan de una paz interior que no sabría describir con cuatro frases.

Sólo se me ocurre decir que es como si la vida lo inundara todo por completo y sin testigos, volviéndose uno de los momentos más intensamente íntimos del día, y que agradeces por ver una mañana más el sol, que parece llenarte de una energía especial para todo el resto del día.

¡Cuántas cosas nos pasan desapercibidas en este mundo al borde del vértigo y la prisa!

Ahora sólo sé que, si los atardeceres siempre me ha gustado compartirlos, estos amaneceres urbanos son únicamente míos, cómplices la soledad de la ciudad dormida aún y la mía propia.

© P.F.Roldán

Carlos Núñez:Amanecer

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