30 de noviembre de 2008

están ahí...



Desde hace unas tres semanas, ha comenzado el bombardeo televisivo de anuncios de turrones, juguetes mil, colonias y perfumes, sidras o cavas… anunciando que se acercan las navidades, y con ellas el estímulo a un consumismo desaforado, como si fueran los únicos trece días del año en los que podemos ser felices si nos dedicamos a echar la casa por la ventana.

Si ya de por sí se había desvirtuado en años anteriores la cosa, porque invitar a comprar por encima de nuestras posibilidades es llegar al mes de enero con los bolsillos vacíos –al menos el españolito de escaso sueldo-, ahora, con la crisis esa incitación al consumo es no sólo aberrante sino inmoral, porque la gente nos solemos dejar llevar y parece que si no gastamos no estamos a la altura…

¿A la altura de qué o de quién?

Hay quien dice no creer en la Navidad y hasta que odia estas fiestas, pero no se priva de comprar cuanto pueda “porque es lo que toca” en estos días. Así que nadie está a salvo del despilfarro incontrolado, que ha ido creciendo a lo largo de estos últimos años mediatizados por el exceso de publicidad. ¿Será que esa manera de gastar compulsivamente nos evade de los problemas reales?

Recuerdo cuando a los que sí creemos en la Navidad nos hacía felices que esas fechas fueran el motivo o la excusa para que toda la familia se pudiera reunir en torno a una mesa a cenar o comer; que no existía Papá Noel para volver a gastar en Reyes otro tanto, y que nos alegraba que esos Reyes Magos nos dejaran cualquier cosa, de las muchas que les habíamos pedido, y un poco de “carbón” para recordarnos que no habíamos sido del todo buenos. Pero los niños de ahora, maleducados en una sociedad en la que eres más cuanto más tienes y más puedes presumir antes los demás, patalean sino se les compra el último modelo de videoconsola o de muñeca que eructa, hace pis y te llama “mamá” cuando la achuchas contra el regazo. Y los padres no contribuyen a que sepan que no todo es tener y tener, aun sabiendo que muchos de esos juguetes quedarán arrumbados a los pocos días, cuando sus criaturas se aburran de ellos, por mucho dinero que se hayan gastado en comprarles lo mejor del inmenso mercado que se monta de cara a estas fechas.

No van a ser unas navidades tristes para la inmensa mayoría, y aunque nos cueste pagar la hipoteca. Seguiremos consumiendo podamos o no podamos. Hay que ser forzosamente felices en estos días porque así lo pregonan los grandes almacenes y las afamadas marcas de productos inútiles… si no lo haces serás un pringadillo, y eso no le gusta a nadie, aunque vaya en contra de lo que sería racional.

No nos conformaremos con montar el árbol de siempre, o el belén aquellos que lo pongan. Hay que llenar hasta lo increíble las mesas de manjares exquisitos, aunque queden sobras que irán directamente al basurero; nos daremos regalos en los que, por otra parte, no solemos atinar mucho aunque nos hayan costado un dineral pero es la norma no escrita del “quedar bien”, y cuanto más caro sea el regalo –por muy inadecuado que sea- más demostraremos que somos, no generosos, sino más pudientes que el que compró algo más acorde con su economía.

La Navidad se ha convertido en la fiesta del aparentar y a mí, que personalmente sí me gustaban esos días, me entran ya ganas de odiarlos porque es como si dejáramos de ser los que somos para convertirnos por casi dos semanas en tristes marionetas de una sociedad de consumo de un mundo globalizado para peor, con un gordo barbudo y flatulento, vestido de rojo, imagen publicitaria de un refresco made in USA, al que ya muchos horteras cuelgan de sus balcones convertido en símbolo de estas fiestas.

Si nuestros abuelos levantaran la cabeza seguro que se sacaban el cinto y nos corrían a zurriagazos por descerebrados porque la felicidad no es tener más y más, y por encima de nuestras posibilidades, sino ser feliz con lo que ya se tiene... y sobre todo con el amor de los tuyos.

© P.F.Roldán

Marlene Dietrich:Little Drummer Boy


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