27 de octubre de 2008

"el árbol del amor"


Cuando éramos críos, despertando a la pubertad, teníamos –entre nuestro juegos- trepar hasta lo más alto de un árbol de los jardines de enfrente de casa. Era uno de los tantos ficus gomina que abundan en la ciudad, y que ahora, cuando lo veo, pienso en lo inconsciente que se es a ciertas edades –han transcurrido más de cuarenta años- jugándonos el pellejo porque no teníamos entonces esos miedos que desarrolla el instinto de conservación con el paso de los años .

Era la edad del despertar a los primeros sentimientos y las subidas de adrenalina y testosterona propias de la adolescencia, y aquel ficus se convirtió en algo más que en un juguete en el que emular a Tarzán.

La pandilla que formábamos la chiquillería en nuestra calle era numerosa y, en un momento indeterminado, empezamos a tontear unos con otras con la ingenuidad de una época, los años sesenta, en la que poco por no decir nada sabíamos de muchas cosas como saben los críos de ahora con menos edad, infinitamente más precoces de lo que lo éramos nosotros. Eran los tiempos de la Formación del Espíritu Nacional, la obligada FEN; asignatura en la que se esmeraban en inculcarnos con más ahínco en los colegios de religiosos, en los que empezábamos la mañana formados por cursos en el patio cantando el “Montañas Nevadas” y la salida con el “Cara al sol”.

Nuestros “tonteos” hicieron que se despertaran rivalidades, y así surgió el juego de dibujar corazones con nuestros nombres y el de la niña que nos sorbía el seso, del sexo lo ignorábamos todo, y clavar los papelillos con chinchetas en la copa del árbol, y arrancar los del que nos intentaba pisar el terreno, y nos dio por llamarlo “el árbol del amor” ¡Cuánta cursilería produce a veces la inocencia!

Hasta despierta la sonrisa hoy pensar en cómo eran nuestros entretenimientos cuando no nos enfrascábamos en largas partidas de canicas, sobre todo de gua; en el marro, o en partidillos de fútbol en la explanada de la rosaleda que arropaba a la estatua de Colón –hoy cambiada de ubicación-, hasta que nuestros padres empezaron a comprarnos bicicletas y era un orgullo pasear, sentada en la barra, a la niña que nos gustaba, si es que nos correspondía, despertando envidias y alguna que otra reyerta infantil a causa de los celos, de los que, como secuela, tengo cuatro puntos en la rodilla derecha y que exhibí orgullosamente delante de aquella tropa como una herida de una batalla ganada.

Cuatro décadas largas después, el árbol sigue en el mismo sitio pero ya no se juega en la calle como entonces. Ahora, los que tienen la edad que teníamos nosotros, se pasan las horas conversando a través del ordenador o del móvil, quedando para salir un rato a cualquier centro comercial que tenga una hamburguesería.

Verlo ahí me ha evocado siempre aquel tiempo; pero ahora sucede, sin que pueda ser comparable, que cuando veo tu cuerpo recostado contra su tronco, siento dentro de mí como si pudiera regresar a aquella edad de la inocencia pero con todo el equipaje que en sentimientos y experiencia me han dado los años.

Vete a saber qué fue de aquella primera bici, pero hoy la he añorado.

© P.F.Roldán

Mercedes Ferrer:el árbol de la magia

No hay comentarios: