8 de octubre de 2008

cinco días en León




Y me dio el siroco y me fui a León el 24 del pasado septiembre. Un siroco que ya estaba programado, como buen virgo, desde la primera semana de ese mes pero, para ser fiel a mi manera de viajar, al albur y aunque en principio el motivo de ir no era un viaje en sí, aunque después se compaginara todo. Sólo estaban programadas las reservas del transporte porque es lo único que no hay que dejar para el último momento, y menos siendo puente aquí ese fin de semana por las fiestas de cartagineses y romanos.

Hacía tres años que no salía, desde que me escapé a “mi” Granada por última vez, y, como siempre, billetes de ida cerrados y los de vuelta abiertos porque no sabía que tiempo me podía llevar lo que me empujaba hasta allí.

Y empezó siendo un viaje de esos que parecen una pequeña odisea. Sales de aquí a medianoche; te tienes que esperar en la Estación Sur de Madrid tres horas desde las 6.30 para enlazar con el bus a León a las 9.30, y llegada allí a las 13.45, habiendo memorizado en un callejero de Internet las dos avenidas y un par de calles que separan la Estación de Autobuses leonesa del Barrio Húmedo, el puro centro antiguo.

En el hostal en el que me alojé el primer día me dieron un callejero que utilicé sólo aquella primera tarde-noche. Al día siguiente me movía ya como pez en el agua como si hubiera estado allí infinidad de veces. La ciudad me llevaba, aunque la verdad es que es una ciudad “fácil” de recorrer. Siempre tienes como referencia las torres de la Catedral o de San Isidoro, que prácticamente se ven desde cualquier lugar; o las plazas de santo Domingo y de la Inmaculada, de las que irradian las calles del casco histórico o las principales avenidas del Ensanche, respectivamente.

La pequeña odisea –eso es un viaje- continuó a la mañana siguiente de llegar. Entre que está en la ruta jacobea y que, para mi sorpresa, aquel sábado comenzaban las Fiestas de San Froilán, no disponían de habitaciones libres para el viernes y el sábado, y si no llega a ser porque el dueño del San Martín que, muy amable, hizo un par de llamadas y me encontró alojamiento para las tres noches restantes en otro hostal, me habría visto durmiendo en los soportales de la Plaza Mayor.

Primero hice lo que realmente me había llevado a León: el trabajo. Así que empecé por meterme en la Oficina de Empleo y en cada ETT que me salía al paso, pero no me di un respiro, incluso comiendo a deshoras, porque no todos los días se hace uno casi 1.400km, entre ir y volver, e hice de todo. Desde mirar lo del curro hasta visitar los lugares más emblemáticos (Catedral, San Isidoro, San Marcos,…y luego “perderme” por la callejuelas del barrio viejo, después de circunvalar toda la muralla romana) o pasear el sábado junto al río y sentarme a leer en el frondoso Parque de la Condesa de Sagasta como descanso al kilometraje a pie y sin tregua al que te sometes cuando sales de viaje sin rumbo preestablecido y te quedan horas, aparentemente, muertas. Y el domingo por la tarde al MUSAC, escondido detrás de la Junta de Castilla y León y el edificio Europa.

La cámara, cómo no –pero esta vez la digital compacta sustituyendo a la réflex- siempre a mano, que acabas volviéndote loco con cada cosa que ves; tanto que cuando las descargué a mi regreso en el ordenador tenía la friolera de 868 fotografías. De todo hice porque es un lugar que se presta, pero aún más de las Fiestas, que me resultaron insólitas de tan diferentes a las mediterráneas, aunque el bullicio en las calles sea como en todas partes. Un continuo hervidero de gente arriba y abajo.

Por qué elegí ese fin de semana y no otro no lo sé, pero –escéptico como soy con el con el azar- tuve la fortuna el fin de semana de sumergirme en la fiesta y retratar a gentes venidas de toda la provincia para san Froilán. Aunque es que allí es casi imposible sustraerse a tomar también fotos de los monumentos que encuentras en cualquier postal, porque en León ejercen un atractivo especial.

Imagino que no siempre se tiene la oportunidad de fotografiar el patio del Palacio de los Guzmanes con la muestra que, durante el sábado y el domingo, expusieron de arreglos florales; o la misa mayor en la Catedral, con toda la parafernalia de autoridades escoltadas por maceros a la antigua usanza; o los grupos de folclore con la Casa Botines como fondo y el desfile de Pendones y carretas de todas las comarcas por la calle Ancha hasta la Iglesia de Santa María del Camino, donde en su alrededores había una mini feria de alimentos (avellanas, obleas, pan…) además de casetas en las que degustar buen vino, morcillas y otras tapas. Si a eso añado que, además, tuve unos días de un sol espléndido, mientras que aquí –en Cartagena- no dejó de llover a cántaros, se agradece tanta luz y procuras, en la mayoría de la ocasiones, coger esos ángulos que sólo tu ojo capta en ese momento. Como comentaba en el post “viajar como viajero”, no soy muy amigo de andar con la cámara para llevarme un recuerdo de los topicazos que todos conocemos, pero aún así fue imposible no hacerlo… aunque de improviso descubrías aquí una gárgola, allá una escultura que muchos mirarían hasta con cierta aversión, una fachada modernista llena de flores en todos sus balcones…

Y para completar el I Encuentro de gaitas del País Llïonés, algo insólito en directo para mí, o el XXV certamen de Conciertos de órgano en la Catedral por las noches. ¡Cómo suena la música allí dentro!

Y es que la Catedral de León es más que una catedral gótica como hay tantas. No puedo dejar de copiar lo que dijo de ella Juan XXIII cuando la visitó, y que recoge Isabel Belmonte en el apéndice de la edición especial de Los Pilares de la Tierra, que ya he terminado:

“La catedral de León es más vidrio que piedra, más luz que vidrio, más espíritu que luz”.

Escuchando los sonidos del órgano, en semi penumbra, las inmensas vidrieras filtrando la luz artificial que por la noche ilumina toda esa joya única, uno –entornando los ojos- parece que puede transportarse a la Baja Edad media, aunque las músicas fueran diferentes, y sentir, como los habitantes del Kingsbridge de Follet, lo mismo que tuvieron que sentir los primeros leoneses -a los que imagino absortos y boquiabiertos- al entrar por vez primera en ella ante esa maravilla de vitrales.

El lunes 30 crucé el río Bernesga, dando un pequeño último paseo por los jardines de Papalaguinda hasta la pasarela peatonal, no sin cierta dosis de melancolía, cuando fui a coger el autocar de las 11.30 Y cuando veintitrés horas después llegué a casa, a pesar de estar molido por la espera y el trasbordo en Madrid, y los kilómetros, sin deshacer el equipaje, encendí esto y me dispuse a pasar las fotos de la cámara para cerciorarme de que esos cinco días eran un sueño, pero hecho realidad.

Y luego hay quien se extraña de que me quiera ir allí, aun dejando mi Mediterráneo.

© P.F.Roldán

Eduardo Paniagua:Cantigas de Santa María

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