















Salvo rara excepción, todas esas fotos, y hay centenares más, son la prueba de lo que para mí es la diferencia entre turista y viajero. No me sale natural la sonrisa, si es que me sale, cuando se empeñan en que pose para la posteridad, dejando constancia que se estuvo en ciertos sitios. Prefiero que si han de fotografiarme no me dé cuenta. Otra cosa muy distinta son las fotos cuando estás de fiesta o de juerga con los amigos.
Nunca me han gustado los viajes organizados. Me recuerdan a esos turistas japoneses, cámara en ristre, venga flashes, que en medio día se recorren con visitas guiadas y a toda pastilla los lugares más emblemáticos de las ciudades a las que los llevan. Y en 15 días se hacen un recorrido infernal desde Barcelona a Sevilla, pasando por Granada hacia Madrid, y una vez allí, en lo que les queda de estancia, se los llevan a Ávila, La Granja de San Ildefonso, Segovia y Toledo. Y, al final, regresan a su país sin haber conocido el que han visitado y con fotografías que podrían ahorrarse comprando postales.
Mi espíritu es aventurero en el sentido menos peyorativo de la palabra. Me gusta ir a la mía y detenerme en los sitios el tiempo que haga falta, sin prisas, intentando conocer a la gente, su cultura y sus costumbres. Sacar, como por ejemplo hice en el viaje a India, un billete de ida a Nueva Delhi con regreso desde Calcuta 35 días después y sin saber ni donde me alojaré ni cuanto me detendré en cada lugar, qué recuerdo imborrable el desierto de Thar con la fortaleza medieval de Jaisalmer a 40 kilómetros de Pakistán, y qué gozada que ni un turista porque queda fuera de toda ruta, y después, al regreso, hacer parada en Jordania 3 días para cumplir el sueño de visitar la recóndita Petra.
Es indescriptible el placer de coger el coche y recorrerse a tu aire Italia, Francia o Portugal, y, aunque sepas qué sitios son de obligada visita por típicos y tópicos en viajes así (Florencia, Roma, Venecia, París o Lisboa - bueno, Lisboa es punto y aparte porque siempre me emociona volver-), dejar que la intuición te guíe para salirte de la ruta, qué sorpresa Spoletto en Italia, y conocer sitios poco frecuentados, que posiblemente no vengan ni en las guías, pero en los que encuentras algo tremendamente hermoso.
Mi primer viaje lo hice con Blanca a Segovia, Toledo y Granada con 18 años. Ya nos gustaban “las piedras”, como llamábamos a los monumentos. Luego ya empecé a viajar, lo que es viajar, a los 22 años, con una prolongada estancia de seis meses en México, y desde entonces, visité Turquía en el mismo plan de dejarme llevar por el instinto, con un exiguo equipaje en la mochila, y llegué hasta Capadocia, de donde jamás podré olvidar las casas y templos excavados en la roca de Nevsehir, o los giróvagos de Konya camino hacia allá.
Me gusta fotografiar, siempre en diapositivas con mi vieja réflex, a la gente, con su consentimiento por supuesto; sus mercados llenos de colorido y olores a especias; esas calles por donde nadie, en lo que se dice “su sano juicio”, se metería nunca;… es decir, todo aquello que las postales nunca sacan. Pero si algo me hace perder la noción del tiempo y a la vez ganar en conocimiento es conversar en mi casi macarrónico inglés, similar y a veces peor al de ellos, el tiempo que haga falta; dejarme invitar a un té o ser yo quien les invite a un café, y establecer la tertulia con la confianza del que no se siente extranjero en ningún lugar. Hay quien me ha dicho que estoy loco; que no se explican como no me han dado nunca “un palo”; que qué saco con visitar, por ejemplo, los mortuorios hindúes del templo de la diosa Kali en Calcuta… De todo he aprendido, pero sobre todo a darme cuenta de que nuestra filosofía occidental cada vez está más deshumanizada e imbuida por un afán de poseer más y más que raya en lo antinatural.
Las pocas fotografías en las que yo salgo fueron tomadas por los que venían a esos viajes conmigo, y de los que alguna vez me llegué a separar concertando un punto de encuentro para una o dos semanas después porque no compartíamos la misma visión de lo que es turismo y de lo que es viaje. No es raro que salga en esas pocas fotos con la sonrisa forzada porque no me gusta posar delante de un buda o de una mezquita, que es como querer probar que se ha estado allí, cuando lo que estoy deseando es perderme en el bullicio de las calles, efervescentes de mercachifles, compradores y paseantes. Así que salgo en ellas con cara casi de circunstancias, sea con Santa Sofía en Estambul, al fondo; sea incluso en Nôtre Dame, en París, o en Lisboa. Creo que las únicas en las que salgo sonriente de verdad son las que me hice con Blanca, porque era mi primera salida de casa, y en la del Museo Nacional de México con Esther, una buena amiga que creo que me tomó mucho afecto por ser hija de españoles exiliados y siempre me preguntaba por cosas de España, porque nunca había tenido oportunidad de venir.
He celebrado muchos cumpleaños por ahí. En Blois, en donde invité a la compañía a cenar en un restaurante tunecino a la vuelta de la excursión por los castillos del Loira; en Petra, con merienda cena horas después en un chiringuito a orillas del Mar Muerto; en Estambul, a conformarse con unos helados que volvemos a la cuarta pregunta después de 28 días de correrías por Anatolia; en Lisboa; en Venecia… Cosas de que las vacaciones siempre nos las dieran de mitad de julio hasta finales de agosto, y que aprovechaba desde el primer día hasta el último.
Si hay una película que siempre me ha traído a la cabeza la diferencia entre lo que concibo entre ser un turista y un viajero es la traslacion de la novela de Bowles por Bertolucci, El cielo protector. Y, desde hace unos años en los que las circunstancias me han impedido, de momento confío, aquellos viajes tan largos, he aprendido a viajar, como decían que hizo Verne a lo largo de su vida, con la imaginación, con los libros, o mirando las viejas diapositivas de mis viajes, ya algo lejanos en el tiempo. No es lo mismo, dirán algunos, pero a falta de pan ya se sabe. Es otra forma de llenar el alma de todo lo que nos da un aliciente para amar este planeta y salir, aunque sea mentalmente, de nuestro pequeño hábitat.
Algún día iré a Nueva Zelanda. Es uno de mis sueños desde que estuve en su pabellón en la Expo sevillana del 92 (ya ha llovido desde entonces) y tuve ocasión de ver y hablar con maoríes, ver sus danzas y sus audiovisuales de un país que parece el paraíso en la tierra; y –como ya dije- nunca me gusta renunciar a ellos. Pequeños o grandes, a los sueños siempre hay que darles la oportunidad de que se puedan hacer realidad cualquier día, sin importar ni el tiempo ni las distancias. Petra, con la que soñaba desde hacía muchísimos años, es la prueba.
Todo es posible cuando lo alimentamos como una ilusión dentro de nuestro corazón y nos sentimos capaces para llevarla a cabo antes o después.
© P.F.Roldán
Ryuichi Sakamoto:World Citizen
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