8 de septiembre de 2008

a las 5 de la tarde


Desde bien pequeño mi padre me llevaba a las corridas de toros, a las que él era muy aficionado, escribiendo también luego las críticas taurinas en una revista de tirada mensual que editaba la Marina.

Buen dibujante, a plumilla solía dibujar escenas de tauromaquia principalmente, aparte de algunas marinas, que eso lo llevaba en la sangre y en su profesión. También estaba suscripto a una revista de la que no recuerdo el nombre -¿Sol y Sombra, puede ser?-, además de tener el Cossío y otros libros más simples, pero muy completos para iniciarse, como Los Toros, de Martínez Salvatierra.

Mi padre acabó hartándose de llevarme a la Plaza. Cuando no cogía una insolación, me pasaba la corrida tapándome los ojos con las manos, revuelto el estómago hasta el vómito en pleno graderío. Odiaba aquel espectáculo sangriento. No conocía el significado de “crueldad”, pero algo se rebelaba dentro de mí y salía afuera en aquellas bascas que al pobre le amargaban la tarde.

Era inútil que se cansara explicándome cada lance; que si esa verónica, que si ese natural; que me hablara de las faenas de Bienvenida, el Litri, Ostos, el Viti o Dominguín, o denostara al Cordobés del que decía que “ni eso es toreo ni nada que se le parezca”. Purista él. Y yo sólo queriendo que aquello terminara lo antes posible y volver a casa.

A los 8 años terminó el martirio y ya sólo muchos años después, y por reconciliarme con él que no andaban las cosas muy bien entre nosotros a finales de los 70, le invité a la Feria murciana de septiembre a ver al paisano Ortega Cano, ídolo de masas en aquella época. La náusea fue la misma que 20 años antes. Pero, estoico, aguanté los “6 toros 6” solo por verle la cara de satisfacción porque hacía años que no iba a una corrida una vez clausurado el coso cartagenero que amenazaba ruina. No dejé de mirar a todos los lados del tendido, sobre todo al reloj, pero, para que no se le aguara la tarde, a veces le coreaba alguna muestra de aprobación. Era un aficionado de los que sabían y ni pitaba ni gruñía, como otros que se quedaban afónicos en el tercio de varas por ejemplo.

A mí tanto se me daba. Era como si, estando allí, no estuviera. Él, más absorto en las faenas que pendiente de mí, soltaba aquello de “ya verás; no hay quinto malo”, pero era como si lo dijera para sí mismo. Supongo que no ignoraba que si estaba allí era por complacerle, no porque me interesara lo más mínimo el espectáculo, que ya era para entonces consciente de la palabra crueldad.

En mi fuero interno admiraba al torero capaz de enfrentarse a un morlaco unas tres veces más grande que él y de casi 500 kilos, jugándose el pellejo como un gladiador en el Coliseo –otra aberración- hace casi dos mil años. En mi fuero interno también, admiraba al toro que arremetía buscando al hombre aunque siguiera siempre el curso del trapo, fuera capote o muleta. Pero siempre, salvo alguna contada excepción, el animal llevaba todas las de perder. Y no es que me gustara tampoco que corneara a su verdugo, pero era un cara a cara que podía desembocar en eso. De todas formas, procuraba no mirar.

Para mi padre, el nacer yo un 29 de agosto, fue interpretado casi como una señal de que yo sería aficionado a la “fiesta” como él. Justo cinco años antes el miura Islero, en la plaza de Linares, había cogido un 28 de agosto a Manolete, que murió en la madrugada siguiente. Cuántas veces me repitió la anécdota del que durante años fue su ídolo taurino… Pero nada más lejos de la realidad. Creo que fui frustrante para él: ni taurino, ni marino, aborreciendo las matemáticas y prácticamente todo lo que a él le entusiasmaba… excepto la cercanía de la mar, pero hasta esto desde otra perspectiva.

No hago proselitismo furibundo y radical de la anti-tauromaquia, como no lo hago de mis creencias o militancias, porque no conduce a ninguna parte discutir con las sinrazones de gente obcecada e intransigente, aunque estampo mi rúbrica, si es preciso, en donde haya que firmar, como firmo en Amnistía Internacional para que no lapiden a una mujer nigeriana o a una saudita. Nadie tiene derechos sobre la vida de nadie, personas o animales; ni por credos ni por diversión. Y si rechazo de plano es porque si amas la naturaleza y todo lo que habita vivo en ella, es inconcebible permanecer impasible ante el sacrificio, supuestamente festivo, de un animal. Como terrible es que se aplique la pena de muerte a nadie por mucho daño que haya hecho. Quien mata se convierte en verdugo de otro verdugo, y al final quien a hierro mata a hierro muere y nada les diferencia en su avidez de sangre ajena, ni con la excusa de las leyes que no tienen por qué ser moralmente lícitas.

© P.F.Roldán

Macaco (Bebe, Drexler, Carmona, Estopa...):Mama Tierra

No hay comentarios: