17 de septiembre de 2008

la ciudad blanca


No sé qué tiene Lisboa, pero siento una atracción por esa ciudad casi rayana en lo obsesivo. Cuatro veces he estado allí y sé que he de volver.

Me compré hace un par de días una de esas revistas de Historia que suelo casi coleccionar, siempre y cuando sus contenidos me atraigan. Por algunos de mis escritos anteriores queda claro que tanto la Historia como la Arqueología me apasionan, y ésta, en concreto, traía un reportaje muy atrayente sobre el terremoto que la dejó asolada en 1755, y como el marqués de Pombal la reconstruyó prácticamente de la nada, debiéndole su configuración actual desde la misma praça do Comerço, en una cuadrícula perfecta.

En 1988, durante el segundo viaje, derramé más lágrimas que un tonto. Soy así de sentimental a veces. La noche que llegamos fue cuando se incendió el barrio alto del Chiado y, al día siguiente, desde la otra parte de Lisboa, desde el castillo de San Jorge, se veían las espesas humaredas aunque decían que el fuego ya estaba controlado, pero sólo se distinguía a duras penas la iglesia do Carmo, testimonio de aquella otra catástrofe de dos siglos y pico atrás, a la que sólo le quedan, como milagrosamente, las estilizadas nervaduras góticas de las bóvedas, apuntando directamente al cielo porque nunca se restauró su techo.

No es monumental como Roma. No tiene la grandiosidad de París. Pero la vista del Tajo –el llamado Mar de Paja- desde el mirador de santa Lucía; pasear por la Alfama, o el Chiado, ya reconstruido, en donde te puedes tomar un excelente café en compañía de Pessoa, inmortalizado en bronce; los tranvías, el elevador de santa Justa –de Eiffel- para subir al Barrio Alto; ese mito del blanco que pocos edificios conservan, como la torre de Belem o el monasterio de los Jerónimos, santa Engracia, Madre de Dios o el Teatro Nacional Doña María en la praça do Rossío, pero siempre adivinando el blanco luminoso bajo los manchurrones gris sucio de muchas de las viejas fachadas con sus balcones siempre llenos de flores..

Lisboa invita a pasear y a sentarte tranquilamente en cualquier terraza a leer, escribir o, simplemente, a ver pasar a la gente, porque una vez vistos todos sus monumentos –desde la Catedral al Museo Gubelkian (qué exquisita la colección modernista de Lalique)- uno se siente casi como en casa.

Y si es como en casa ¿para qué ir? dirá alguien.
Hay que comprobarlo in situ. La magia de su atmósfera, siempre tan inspiradora, no se puede describir con palabras; produce una paz tan fuera de lo común que te pasarías horas sin moverte de donde hayas decidido tomar asiento… O, por el contrario, te echas a caminar por las callejuelas que llevan a todos sitios y a ninguna parte, sin rumbo, por escondidas escaleras y vericuetos, descubriendo los rincones más insólitos y casi inconcebibles, en los que se vive en la calle, como en cualquier pequeño pueblo de provincias, sin haber sido invadidos por la Lisboa céntrica y señorial.

Como Bruno Ganz, en la película de Tanner, En la ciudad blanca, uno se quedaría en ella y se olvidaría de los relojes y de los calendarios, dejaría de planificar su vida por un tiempo, y se dejaría absorber por su fascinante sosiego.

Lisboa puede verse en dos o tres pateos. Lo que no tiene parangón es vivirla

© P.F.Roldán

Misia:Garras dos Sentidos

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