7 de septiembre de 2008

encuentro (dame tus manos)



Miro tus manos. Inquietas, desgarran cuantas servilletas de papel caen entre ellas en simbólicas espirales que no sé si te conducen hacia dentro o intentan ayudarte a salir, a que dejes transparentar el que hay en ti.
Quisiera tomarlas entre las mías, pero no me atrevo. Aún no llegó ese momento.
Entre los dos cafés con leche, se amontonan sobre la mesa mis versos y los tuyos y, sobre ellos, los diminutos trozos de papel con los que juegas. Y te miro a los ojos que, de aquí para allá, buscan un poco de calma para poder mirarse en los míos sin sentir el desasosiego de las emociones recién descubiertas, sean cuales sean.
No sé lo que piensas, ni quiero adivinarlo. No sé, por tanto, lo que sientes. No te mantienes distante, porque te siento cómodo conmigo, pero tampoco dejas que vea en tu corazón si es posible poner en él mi deseo. Tampoco tengo prisa, pues has de ser tú quien quiera que yo lo sepa. No tengo prisa, aunque mi corazón, desacompasado entre los vaivenes de mi certeza y de tu incertidumbre, ya esté seguro de que desea llegar a quererte más. Nunca tengo prisa.
Cómo es posible que no me devore la impaciencia... He esperado tanto este momento...
Juegas después con los folios que te he dado. Los doblarás... No los doblarás... Sólo sé que se irán contigo, y que en ellos, aunque escrito en otro ayer y en otra forma de vida, hay mucho de lo que quisiera decirte –mientras los lees en breve pero espeso silencio– aunque ni pueda ni deba. No. No quisiera perder nada más conocerte lo que de ti ya tengo...
Por fin estás a mi lado. No puedo pedir más tras haberlo deseado, semana a semana, tanto tiempo, mientras leía por las noches hastas las tantas los libros de Saramago que me enviaste.
Nos separa una silla, en la que has dejado tu escueta bolsa de viaje, pero estás a mi lado, porque no existen dimensiones en este espacio que ahora ocupamos, ajenos a lo que nos rodea. Y deseo el abrazo, la caricia y el beso que no llegan.
Nada ha cambiado de cuanto nos dijimos en nuestros sms, después del fortuito error que hace dos meses, al poco de separarme, dio lugar a esos cortos intercambios –tú ni imaginar que pudieras llegar a querer a un hombre– y que ahora, bendito error, nos reúne porque, siendo la primera vez que nos vemos y la segunda que hablamos –que cuánto nos costó decidirnos a la llamada–, ya te supe cómplice desde que empecé a imaginar cómo sería la vida contigo.
Y se me atropellan, como siempre, las palabras en la mente que pugna por hablar más deprisa que la boca, sin que en ningún instante, prudente, diga lo que querría decirte: que ya no concibo tu ausencia de mis días, en la forma que sea y por muy lejos que llegaras a estar... o aunque no estuvieras. Que ya no caben dudas acerca de quién eres y lo que representas. Que quisiera leer nuestro mañana, sin artificios ni artilugios, con sólo coger tus manos entre las mías, mirándote con la sonrisa de mis ojos que si sonríen es por ti.
Teníamos sólo una fugaz hora y cuarto entre tus dos trenes y se nos acaba el tiempo –el tiempo de esta tarde, remedo de eternidad–, y voy contigo hacia la Estación del Norte. Y, cruzando por el paso de cebra, mirándote de reojo, aunque quisiera saber lo que piensas y lo que sientes, una vez satisfecha la curiosidad por conocerme después de dos largos meses, la ignorancia no me inquieta.
No quiero ir al andén; no quieres que vaya. Hasta en eso congeniamos. Odiamos las despedidas a pie de tren. Y entrechocas mis dedos y los enlazas de repente en los tuyos con recóndita ternura en tu mirada, mientras con mi pensamiento te abrazo y te beso, y nos decimos un hasta pronto sin melancolía...
Y, sin mirar hacia atrás, echo a caminar sin rumbo, pasando de largo por la estación del Metro –aunque es mi cumpleaños y tengo una cena para diez que preparar y el tiempo se me come–, y noto una repentina y tímida erección, y como se me eriza el vello de los antebrazos, y se me ponen los ojos vidriosos del gozo que me embriaga en este lento paseo, que hasta detendría los relojes para no dejar de sentir lo que siento y disfrutarlo hasta el infinito, intuyéndolo efímero... Y, en apenas dos minutos, recibo dos mensajes tuyos en los que dices que quisieras quererme, que seguiremos en contacto... y me detengo a responderte. Sé que mis palabras nunca podrían asustarte, aunque debatan contra mi comedimiento y, sin embargo, también sé que, aunque te lo dijera –que no te lo digo–, has sabido desde nuestro primer segundo, porque ya lo imaginabas, lo que siento. Tú sí me sabes transparente y es fácil leer en mi cara todo lo que me ocurre por dentro.
Y me regalo un jazminero azul en la plaza del Ayuntamiento, y mi corazón ya no reconoce aquel otro tiempo en el que tú todavía no existías.
Puedo notar, sin verla, la luz que irradia de mis ojos. Todo lo que miro alrededor, tantas veces visto y nunca tan atentamente mirado, me parece nuevo y hermoso y lo disfruto, dejando que los pies me lleven, y tú (que ya tienes rostro –qué alegría–, manos –qué ternura–, pecho –qué deseo–) me haces compañía, aunque vayas en ese vagón, alejándote... Y me reafirmo en que puedo quererte al compás del tiempo, mientras tu tren, que te lleva a casa, agranda la distancia.
No eres el capricho momentáneo de una noche de farra. No es el subterfugio para llenar de parches mis soledades. No es el remedo de un pasado que, en dos meses, ya me parece remoto.
Es simplemente incipiente amor que, si también arraigara dentro de ti, recíproco, iría creciendo con las edades, mientras las estaciones se sucedieran intensas y no tan rápidas como esas otras, con andenes desiertos, que ves a través de tu ventanilla ahora... y ahora mismo te deseo... como imagino que tú quisieras aprender a saber desearme...
Pero, aun siendo lo que haya de ser, y aunque me gustaría enseñarte el camino que conduce de nuevo hasta mí, en el fondo sé que tu tren no tendrá regreso para que pueda entregarte toda la serenidad que has ido sembrando sin que fueras realmente consciente de cuánto me dabas a través de la pantalla de mi móvil, con cada palabra abreviada, por banal que fuera, siempre la letra k presente y devanándome a veces los sesos por entender esas abreviaturas en las que os prodigáis los adictos a los sms.
Y no me hiere esta otra certeza que adivina que tu miedo a que pueda ser el primer hombre al que ames, te haga alejarte, temeroso del descubrimiento, para siempre. Por el contrario, soy feliz imaginándote abandonado entre mis brazos, teniéndote sobre mi regazo –tu mejilla sobre mi pecho, mis manos paseando caricias entre tu cabeza y tu costado– porque, aunque improbable, sería el colmo de la alegría que ya siento, aunque sea una locura sentirla, pero es que no había vivido nunca esta redescubierta felicidad antes de vernos y aunque me empeñe en suponer que ni volveremos a hablar ni a encontrarnos... ¿O el destino será maestro y sabio? Porque, aunque pensemos que nada haya de volver, todo se espera.
No quiero enredar mis pensamientos entre futuribles. Ahora sólo siento sosiego... y diez personas me aguardan, que por expreso capricho cada una me regalará un libro, aunque habría deseado que fuerais once. Tú, la undécima, me habrías regalado lo más valioso: tu presencia.

(De mi libro de relatos breves: "Las otras estaciones". Valencia, agosto 2002)
© P.F.Roldán

Ella Fitzgerald:Blue moon

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