12 de agosto de 2008

¡no a las guerras!


No lo puedo evitar. Cuando veo los telediarios, algo parecido a la náusea se instala dentro de mí.

Ver a una madre, o abuela, llorosa enterrando a uno de sus familiares, víctima de la guerra en Georgia, porque una gran potencia como Rusia ha decidido invadir un país soberano y nadie en la comunidad internacional se atreve a encararse con la maquinaria rusa de Putin, como no se atreven con Bush, salvo con los típicos comunicados de desaprobación y repulsa que nada solucionan.

Vi esa imagen ayer, la de una anciana georgiana desesperada junto a un ataúd, y aún la tengo en la retina, a pesar de las Olimpiadas, o de las pocas películas que veo en el televisor –que apenas enciendo si no es para enterarme de lo que sucede por el mundo-. Pero ¿de qué vale su poder mediático de informarnos, incluso en tiempo real, de lo que acontece en cualquier rincón del planeta? A mí sólo me genera impotencia. La que he sentido siempre –nunca olvidaré las imágenes en directo de aquel 11S en Nueva York ni los atentados en los trenes de Madrid aquel otro 11M-. Impotencia mezclada, entre lágrimas, con dolor y rabia.

Las armas se ceban principalmente en la inocente e indefensa población civil. Pasó en las guerras de Bosnia y de Kosovo; sigue pasando en Tíbet, Chechenia, Afganistán, en el conflicto palestino-israelí o Irak, y en otras decenas de guerras olvidadas, sobre todo en África- ahí está Sudán-, por nuestro civilizado primer mundo, que prefiere volver los ojos a otro lado. Y sólo refiriendo los conflictos más actuales, porque no podemos olvidar en la última centuria las dos grandes guerras mundiales, ni Corea, ni Vietnam, ni la invasión de Praga o los tanques soviéticos entrando en Budapest… sin pasar por alto tantas guerras civiles, entre ellas la de España, que sembraron de cadáveres y dictaduras todos los confines de la tierra.

Llevamos cien años convulsos en guerras cruentas y cada vez más sofisticadamente crueles, precisamente en un siglo en el que la Humanidad ha dado pasos de gigante en derechos civiles con la creación de la ONU o del Tribunal de La Haya; pasos de gigante, asimismo, en tecnologías que nos han hecho la vida más cómoda; pero esas mismas tecnologías han coadyuvado paralelamente que nos hayamos refinado en el arte de matar al vecino, sin mancharnos mucho las manos aunque hayamos podrido nuestra ética porque la sangre derramada es la misma, y el más claro exponente son las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki en las que no se combatía, ni se atacaba ni se defendía, frente o contra un ejercito, sino que se masacraron ciudadanos por centenares de miles a los que hay que sumar las víctimas que perecieron por las secuelas de las radiaciones nucleares.

La guerra, cuando existen la palabra y los foros internacionales, es más que injusta. Es una inmoralidad absoluta e injustificable, más propia de seres incivilizados que acorde con los tiempos que vivimos.

En otro tiempo, una Olimpiada establecía una tregua durante el tiempo del evento. Ahora ya ni eso salva a los pueblos. En Georgia, ayer, se notificaba que hay centenares de muertos, otros tantos de desaparecidos y más de treinta mil personas desplazadas de sus hogares, mientras sigue implacable la ocupación de un Estado por otro que abusa de su fuerza y usa su poder en la ONU para vetar cualquier resolución que le sea desfavorable.

Seguimos bailando al compás que marcan los más poderosos. Los mismos que manejan la economía mundial, las ¿soluciones? para el cambio climático, los que ponen en tela de juicio qué país se puede armar nuclearmente y cuál no. Pero ellos no destruyen su arsenal, como si fueran los garantes de la paz en el planeta Tierra. Y estos “defensores” de una autocracia disfrazada de democracia son los que más miedo dan porque se permiten intervenir impunemente en otra nación cuando están en juego sus intereses, mayormente más económicos que políticos, y abandonan a otras a su suerte porque ahí no tienen nada que rascar, agrandando aún más las fisuras ya existentes con esos países que hoy nada poseen, pero que algún día pueden revolverse entre todos contra nosotros por haber permanecido impasibles ante sus dramas.

El impío y consumista Occidente, que prefiere esconder la cabeza como un avestruz -como muchos alemanes hicieran con los desmanes del nazismo-, ha empezado a sufrir ya en sus propios centros neurálgicos lo que a lo mejor no sólo es fanatismo religioso, sino que tras éste hay algo más. Acostumbrados a simplificar las cosas por comodidad, demagogia, o conveniencia, quizás no somos capaces de comprender que tal vez sea el comienzo de la venganza de los más desfavorecidos contra los que les sangran para hacerse todavía más poderosos.

¿Es el principio del fin?

© P.F.Roldán

Pablo Milanés - Víctor Manuel:Yo pisaré las calles nuevamente

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