4 de agosto de 2008

la cotilla





Hay en mi edificio una vecina que lo tiene todo. Me refiero a esos defectos que tanto repugnan. Está amargada; constantemente aburrida; repudiada por su marido al poco de casarse por necia y mojigata, su vida se reduce a estar pendiente de la de los demás; escucha tras las ventanas, pero encima es idiota. Tiene los cristales translúcidos y como ella no ve a los otros, cree que los demás no le vemos la silueta, de costado, el oído contra el resquicio de un par de dedos que abre para seguir las conversaciones ajenas. No podemos subir ni bajar por las escaleras sin que se oiga el chasquido de la vieja mirilla de su puerta. Yo, siempre antes comedido, ahora me limito a sacarle la lengua, pero me temo que ignora esas muecas de desprecio. Ella sigue haciéndolo igual. Simplemente es una cotilla.

De tarde en tarde te la tropiezas en el portal y, aunque dan ganas de escupirle cuatro frases lapidarias, le das los buenos días o las buenas tardes, por pura cortesía que no merece. Lo cómico es que ella responde como si tal cosa, aunque la sonrisa de perro que le pones acompañe al saludo forzado por una educación que ella no tiene.

Más cómica sería la madre con sus delirios de grandeza cuando todo el mundo sabe que eran, y son, más pobres que las ratas y que vivieron durante años realquiladas, por tener donde caerse muertas, y que el piso lo heredaron de su casera que no tenía familia, y ya se encargaron las dos de cuidarla y mimarla para ganarse su voluntad. Pero no es cómica. Es perversa.

De tal palo tal astilla. La hija sólo es la mensajera, la correveidile que pone al corriente a la madre de cada vida ajena, pero la anciana –por no decir peyorativamente la vieja, aunque ambas lo son ya- no se priva de hacer comentarios acerca de los demás en voz alta, provocativamente para que la oigamos; comentarios despectivos, a veces con risas extemporáneas, contra todos los vecinos por el patio de luces. Ninguno se libra de sus invectivas. Pero cada vez que pisa la acera, cuando rara vez sale de su casa, se persigna a la antigua usanza, quizá para protegerse porque debe de saber que es seguro que más de uno está deseando que le caiga un trozo de alero o una maceta sobre la cabeza, o que se la lleve un autobús por delante. Ella es así de hipócrita con las costumbres piadosas, cuando seguro que está esperando que a más de uno nos reviente el hígado. Están hechas para vivir amargadas hasta el día en que se mueran y, mientras tanto, ocupan su tiempo en cebarse en los demás para descargar su mala baba.

A la vecina de debajo de ellas la llevan a maltraer. Cuando no tiran el agua sucia de fregar los suelos por la ventana de la cocina, le rocían la ropa tendida de color con lejía y, como somos otros cuatro vecinos por encima, nunca confiesan su culpabilidad ni se dan por aludidas ante las quejas, a pesar de que todos sabemos que son ellas. No podemos estar permanentemente de guardia vigilando sus andanzas, así que carecemos de pruebas para denunciarlas.
La hija es una cotilla tonta. La madre es mala como la tuera.

Y pensar que al comprar el piso lo hicimos con ilusión... Pero vivimos encogidos; apenas si abrimos las ventanas y nuestras conversaciones se asemejan más a murmullos. Hay que oírlas al día siguiente de que hayan cenado amistades en casa, controlando quien entra y quien sale...

Nos falta valor quizás para ponerlas en su sitio, pero, cuando no eres de los que te gustan los problemas, te contienes porque al final ese tipo de gentuza hace que pierdas la serenidad y salga lo peor de uno…
Me las veo ¡encima! denunciándonos por injurias.

© P.F.Roldán

Dead Can Dance:Mother Tongue

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