5 de agosto de 2008

el hombre sin brújula




La frustración de perder en un juego le llevaba a iniciarse en otro, y así sucesivamente hasta caer en la ludopatía. Ganar le conducía a repetir una y otra vez hasta la obsesión, y el afán desmedido de repetir su racha sólo le traía más pérdidas.
Sabía que no podría parar a tiempo y tampoco hacía nada por intentarlo porque perder ya no le importaba nada. En su obstinación no había otra cosa que una mueca de vacía satisfacción por el pequeño triunfo de ganar alguna vez y, así, tratar de resarcirse de todas las pesadumbres con las que la vida lo había malherido decenas de veces en los últimos años; tantas que ya ni recordaba si en algún segundo fue feliz en otro tiempo, aunque lo fue y mucho, porque ganar en el juego, no muy en el fondo, le llenaba de desazón, hasta de una anómala y enfermiza angustia, a pesar de que era consciente de que estaba predestinado a volver al mismo punto de partida y, como la pescadilla que se muerde la cola, como un círculo vicioso que se cierra sobre sí mismo, se sabía destruido de antemano desde mucho atrás.
Al menos, de una espiral se puede llegar a salir si uno sabe dar marcha atrás antes o después, pero se sentía atrapado, inmisericorde hasta consigo mismo porque ya no tenía a nadie con quien pudiera serlo. Hacía años que lo habían abandonado los que aún estaban vivos y les odiaba. A los muertos también. Nadie pensaba en él cuando le fueron dejando solo. Eso era la vida, su vida, y la vida era el único juego al que no se atrevía a enfrentarse. Le resultaba traicionera y mezquina sin darse cuenta de que sólo tenía lo que había sembrado.

Se sabía extraviado, como un montañero inexperto al que se le viene la noche encima en un paraje desconocido, porque ni siquiera estaba en su ciudad ni en una ciudad que le fuera amable.

El día que se acercó a la ventanilla de la estación sólo se le ocurrió pedir billete hacia el destino más lejano que hubiera y acabó en el TALGO a Cerbére, y de allí ya vería; a donde pudiese, aunque todo su conocimiento del francés se limitaba nada más que a “mersí” y “silvuplé”…

Después de varios años, perdida voluntariamente también la cuenta, chapurreaba lo suficiente como para ganarse un miserable sueldo en una casa de comidas de Béziers; sueldo del que, eso sí, guardaba lo justo para pagar la buhardilla compartida con un franco-argelino que no se habría andado con chiquitas para ponerlo en la calle de no haber aportado religiosamente su parte. Era lo único que le aterrorizaba: quedarse sin un sitio en el que caerse vivo por las noches, aunque el otro ni le dirigiera jamás la palabra y la pequeña nevera estuviera divida en dos, aunque igual hubiera dado que el mestizo aquél del demonio se la hubiera quedado entera para él. Ginés nunca compraba nada; todo lo más que tenía allí eran algunas cervezas, para sus noches de insomnio, que sisaba del almacén del pequeño restaurante, en el que almorzaba cada día, que con eso sobrevivía semana tras semana, mes tras mes… y ayunando los lunes, que era su día libre. El resto de su salario se le iba en jugar en esto o en lo otro, que hasta la ropa que vestía era usada y vieja porque a la mujer del dueño de aquel cuchitril, que vivía dos pisos más abajo, le era más cómodo dársela a él que llevarla a cualquier centro de beneficencia. Ni siquiera lo hacía por compasiva lástima. Eran cosas muy ajadas que su marido ya no usaba y que le estorbaban en casa. Él no despertaba compasión en nadie.

No se reconocía pobre. Llevaba tanto tiempo en esa miserabilidad que no recordaba, o no quería hacerlo, cuando había usado trajes de Ermenegildo Zegna y corbatas de Loewe. Que se echaba un flusflús de la Dior que su mujer le ponía cada año por Reyes, antes de pedir el divorcio, harta de estar sola tragando infidelidades por el qué dirán, y llevarse a las dos niñas con ella.
Era apoderada de una sucursal bancaria cuando él se fue dejando atrás impagados casi millonarios –millonarios sumándolos todos–, embargado hasta las cejas y sin más bienes para responder a todos.
Un socio –crápula o listo– que le desfalcó cuando vio que todo se iba a pique por su mala cabeza, viviendo siempre para aparentar por encima de sus posibilidades: lancha en el Náutico, BMW descapotable, noches de cenas pantagruélicas en los sitios más caros de Madrid que terminaban en el Casino –fin de semana sí y el siguiente también–, viajes veraniegos con amigotes y queridas a Bali, Isla Margarita o Montecarlo… mientras su mujer se pudría sola con las crías en el chalé de Campoamor.

Había ido borrando sus recuerdos. Sólo seguía conservando del pasado ese odio, que se lo iba comiendo por dentro, contra todos los que le cerraron las puertas antes abiertas de par en par.

Comiéndose el orgullo, le pidió a su ex mujer dinero para el billete, seguro de que no se lo negaría. Ésta, más por verlo lejos que por generosidad, y él lo intuía, le dio veinticinco mil pesetas pero se cerró en banda a que se despidiera de las niñas.

–Se han hecho a Eduardo y están contentas. No quiero que les quede el recuerdo del melodrama que puedas montarles. Tú eres así, Ginés, y no vas a cambiar jamás.

¡Perra! Qué pronto se había enganchado con aquél, y a la mierda con las crías.

Lejos. Muy lejos. Cuanta más tierra pudiera poner de por medio mejor. Y lo más lejos fue el sur de Francia. Dónde iba él con aquellos cinco mil duros y una mano delante y otra detrás. Él, Ginés de Monteagudo y Pérez-Motilla; hijo de general y nieto de un rico industrial, víctima de los rojos por sublevarse sin éxito con los militares a favor de Franco en el 36, motivo por el que le concedieron a su abuela años después una administración de lotería.

Qué más daba dónde fuera si no se iba para empezar una nueva vida sino a seguir hundiéndose en la que ya tenía. Ni siquiera se marchó como el del poema “Las ciudades”, de Kavafis, pensando que en otro lugar le podría ir mejor aunque ya el poeta previó que allá donde vayamos nada cambiará porque nos vamos con nosotros mismos y como seamos así nos irá. Y él no iba a ser distinto. Más que el fracaso, lo que se llevaba consigo era el desaliento amargo que le impedía no ser un fracasado. Nunca se hizo a sí mismo; nunca se fortaleció con esas cosas que hacen que los hombres renazcan de sus cenizas cuando tocan fondo.

Había sido educado, hijo único consentido por su huérfana madre –eterna niña malcriada a causa de aquella tragedia, que no tenía ni tres años cuando sucedió–, en un mundo irreal para casi cuarenta años después, en el que un apellido y la posición eran más importantes que cualquier principio ético y en el que la religión era más un acto social que un acto de fe. Sabía ya de adolescente más de borracheras, putas y negocios sucios, que de dignidad y principios morales. Su padre podría haber sido el estricto militar que era en los cuarteles, pero ¿enojar a Conchín? Por nada del mundo, que bastante había sufrido, como ella se empeñaba en recordar a todas horas. Y se mantuvo al margen de las correrías de su hijo.

Ginés odia también a sus padres, aunque ambos están muertos desde hace años; pero en su ilusoria mente –lúcida más de lo que él quisiera– sabe que no le criaron para que supiera ver la vida tal cual era, y sería si seguía por aquellos derroteros, y hacían oídos sordos y ojos ciegos, aunque su otro abuelo –según su madre un don nadie venido a más como para darle carrera a sus cinco hijos– intentó inculcarle siempre lo que en su casa no escuchaba.

–Algún día puede que recuerdes lo que hoy te dice el abuelo. Nunca se debe de perder el norte porque las cosas no nos las dan gratis. Hay que trabajar honradamente por ellas y ser honestos con nosotros mismos y con todos, pero especialmente con quienes nos quieren… De lo que hagas hoy, cosecharás el día de mañana…
–Paparruchas, abuelo. Así no se gana dinero y prestigio. La gente te quiere por lo que tienes y hay que conseguirlo por los medios que sea.

Y ahora ni las recuerda o no quiere. No tiene por qué; si, por no hacer, ni maldice el día en que nació aunque ya le importe un comino vivir. Su cabeza no se entretiene en pensar sobre sí mismo. Sólo ha querido ir olvidando y ya casi lo ha conseguido del todo… salvo su profundo rencor contra el mundo.
Pero Béziers es paso obligado para quienes viajan a Europa; sobre todo para quienes van a París en su propio coche, sea por el interior si quieren hacer una parada por los castillos del Loira, sea dando un rodeo si quieren ver Nîmes y Lyon, aunque estos últimos prefieran llegar hasta Montpellier… y algún día, tarde o temprano, tenía que ocurrir…

–Turistas españoles, "Yines". Podrás hablar con ellos y olvidarte por un rato de tu infame francés. Atiéndelos tú.
Estaban viendo los precios en la cristalera y se han decidido a entrar. El sitio no es caro; se huele a buen café y está limpio.

–Buenas tardes. ¿Se acomodan en aquella mesa?–. Su español sale con acento.
–Enseguida les traigo la carta… por si quieren tomar algo más que sólo un café con leche–. Le sale con desprecio.
–Está bien. Quisiéramos almorzar…

No les presta atención. Los españoles gastan poco y prefiere ignorarlos; y, además, despiertan su oscuro lado atávico y él ha hecho todo lo posible por evitarlo en estos años… pero uno de los comensales, tras una leve duda, le entra a saco.

–¡Ginés Monteagudo! ¡Pero qué haces aquí! ¡Cuánto tiempo, chavalote!

Ginés no sabe si le molesta más que alguien, al parecer de su pasado, le haya reconocido; el que un niñato le llame chavalote con tanta familiaridad, o que se hayan comido el “de” antes del Monteagudo. Y se decide por lo último. Ese pasado no cuenta. Que le llamen chavalote se la suda, como si le llamaran esquimal. Pero sus apellidos son intocables. Es todo lo que le queda y lo único a que se aferra para sentirse todavía alguien, aunque ya ni se sienta persona. No recuerda, o se niega interiormente a recordar, al que le interpela, ni le importa ese individuo en sí, pero la bilis almacenada durante años le llena de súbita ira. Encolerizado, en vez de las cartas de menús, coge el afilado cuchillo con el que suele trinchar la carne para servirla y se lanza contra su paisano. Trastabillea al esquivar las otras mesas en la corta carrera, resbala, cae al suelo y un incesante mar de lágrimas inunda repentinamente su cara.
Los españoles, tres chicos y una chica, se levantan y salen de estampida del restaurante, temblorosos, pasmados, sin aliento y con taquicardias.

–Pero ¿tú de qué conoces a ese loco?
–Si no me he equivocado, que no creo visto lo visto, era el bala perdida de mi tío Ginés. Como decía la estirada de su madre de mi bisabuelo, pero al revés, un don nadie con mucho apellido pero venido a menos. Una larga historia, que en todas las familias cuecen habas, pero el viejo, en vez de palabrería, quizás le hubiera de haber regalado esta vieja brújula como moraleja de cuanto le sermoneaba. Siempre la llevo…

Saca una brújula cromada, ya casi sin brillo, de uno de sus bolsillos.

–Se la dio a mi padre y ahora ha pasado a mí. Éste otro quizás se la habría tirado a la cara, o a la basura, porque era de los de Rólex de oro. Por lo que contaban, creo que nunca entendió que valorar la sencillez de las pequeñas cosas, aunque parezca sin valor, es de lo más útil para andar con buen pie por la vida, por muy alto que se haya llegado…–Cambia de tono–. ¡Venga! Nos calmamos en el coche y seguimos viaje. Ya tomaremos algo más tarde, donde sea, y por la noche, aunque lleguemos a las mil, en París. –Se ríe, quitando hierro, mientras trata de sacudirse de la memoria al que su familia llama el innombrable.

–Pero… entonces… ése… ése era mi padre…–. Balbucea ella.
–Tu padre es Eduardo, prima. Venga, saca los toblerones y las príncipe de esa alforja que llevas por bolso y ¡hacia el norte!

© P.F.Roldán

Astor Piazzolla:Muerte Del Angel

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