6 de agosto de 2008

el don de la sonrisa


Ésta es la primera fotografía “de estudio” que me hicieron. Es de formato pequeño, apenas 10 x 13 como se estilaba hace once lustros para los retratos familiares. Esos sitios han ido desapareciendo con las nuevas tecnologías, porque quién no tiene hoy una cámara digital de fotos, o de video, y hasta el primo o el cuñado son los reporteros de bodas, bautizos y comuniones. Apenas si queda alguno si no es para los retratos de primeros comulgantes o de alguna novia, en perfil artificioso, que se encargan en dimensiones casi tamaño póster para presidir ostentosamente salones y salitas de estar.

Tenía sólo unos meses y dice mi madre que esa sonrisa no la he perdido jamás –si ella supiera–, a pesar de los mil avatares adversos con los que la vida nos enseña a ir madurando, y espero que no me abandone jamás como lo hizo una vez.

Esta escuela que es el día a día me ha enseñado que es muy fácil perder la sonrisa y muy difícil recuperarla. Que el estrés, la depresión, el desencanto… están siempre al acecho. Que es muy fácil caer en el victimismo cuando se nos muere alguien querido, perdemos el trabajo después de muchos años, o nos deja la pareja con la que un día soñábamos envejecer juntos.

Sería estrafalario por obvio decir que hace 55 años que dejé de ser el niño de la foto; pero esa sonrisa me dice que algo de aquél, “cuando era feliz e indocumentado” –que me viene a la mente el título del libro de relatos de mi admirado García Márquez–, sigue dentro de mí porque, a pesar de los pesares, confío en la gente. Han de darme muchos motivos para que los deje tirados en la cuneta porque, apriorísticamente, no creo en la maldad como en algo intrínseco al hombre aunque el mal existe. Hasta la cuarta o quinta patada no empiezo a mal pensar y aun así me hago al ánimo de comprender al otro. Quizás esté pasando por un mal momento y lo lleva mal, pagándolo con quien tiene más cercano. Sólo la persistencia en una actitud perversa me abre del todo los ojos, y también en estos casos me sucede que no me entra en la cabeza que los seres humanos lleguemos hasta ciertos extremos de crueldad.

Tampoco soy un optimista bobo –según el DRAE, extremada y neciamente candoroso-. Leo la Prensa; veo los telediarios; navego por Internet… pero se me saltan las lágrimas inevitablemente cuando leo, veo, escucho, que un psicópata ha asesinado a su ex novia, o que han abusado de menores, o que la gente se sigue matando en guerras sin sentido para engrosar las arcas de países que los rearman una y otra vez. Se me revuelve el estómago cuando cuatro desalmados se enriquecen a costa de la miseria de otros porque son mano de obra barata; cuando lo hacen esquilmando nuestras costas o nuestros montes; cuando roban impunemente desde su cargo político porque se creen intocables.

Cuando digo tener fe en la gente me refiero, por lógica, a los que me son cercanos, sean amigos –que siempre son muy pocos los de verdad–, sean sólo conocidos de trato asiduo. Sin embargo, también sé que todos sin excepción llevamos dentro la marca de Caín como un estigma bíblico, o eso nos enseñaron; pero en lo que creo es en que tenemos el don de la inteligencia y el raciocinio suficiente para no ser como alimañas con quienes nos dan su afecto.

No. No soy un bobo utópico. Podría escribir páginas y páginas sobre desengaños, desgracias personales, pesadumbres, malos tratos psicológicos y hasta físicos… ¿pero de qué serviría acordarse de aquella gente que me los inflingió? Si siempre me digo que sólo muere lo que se olvida ¿a qué resucitar muertos que están bien donde están?
Se puede hacer literatura –óptima, mediocre o pésima– con lo que la vida nos va enseñando, porque no se escribe acerca de lo que nos es desconocido, pero con la suficiente asepsia para no cometer el tremendo error de convertirnos en desenterradores de la tristeza. La conozco muy bien y cuando se apodera por completo del espíritu de alguien se convierte en un cáncer incurable que acaba haciendo metástasis en las ganas de vivir.

Padecí ese tumor y tuve la fortuna de diagnosticarlo a tiempo y de que fuera benigno y, aunque se pudiera reproducir, ahora sé reconocerlo y poner todo de mi parte para extirparlo, e incluso aunque en ocasiones no deje de ser doloroso. Pero supe en otro tiempo lo arduo que me fue recuperar el don de la sonrisa y por eso no quiero perderla nunca más. Por nada ni por nadie.

© P.F.Roldán

M-people:Moving on up

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