29 de junio de 2008

el después del antes



Tengo 114 años y conocí un efímero espléndido pasado recién construida, aunque tardaron en habitarme de verdad. No se estilaba poner ascensor en las fincas de finales del siglo XIX destinadas a familias de clase pequeñoburguesa y una cuarta altura no resultaba excesivamente atractiva. Pero, mi constructor tampoco se afanaba por venderme. Era del dominio público en los mentideros del barrio que me utilizaba para traerse a su querida, por lo que me había amueblado con un lujo de dudoso gusto, pero lujo después de todo.

Mis primeros moradores no llegarían hasta 1899. Resultó ser un matrimonio feliz, con tres niñas, pero en mis paredes guardé durante muy pocos años sus alegrías porque pronto les llegaron las penas.
Poco a poco, casi sin darse cuenta ellos aunque a mí no se me escapara nada, la melancolía se fue apoderando de sus almas, ni siquiera mitigada por una religiosidad obsesiva, y ya ni volvieron a abrir el gabinete para recibir visitas, pasadas las obligadas por el pésame al fallecimiento de la más pequeña, y se fueron muriendo con los años, con la mirada desvaída, hasta que sólo quedó la penúltima de las tres hijas, Caridad. Bueno, y sus gatos, que empezó a recoger de la calle para hacer más llevadera su condición de solterona.
Aunque no había sido una mujer fea, sacrificó su vida, y con ella a un novio que se cansó de esperarla, para cuidar de su madre inválida que desde hacía años no pisaba la calle porque no podía bajar los cuatro pisos.

A Pilar la mataron unas fiebres tifoideas con tan sólo ocho años y a partir de ahí estuve sumida con ellos en un luto doloroso del que ya no se desprenderían jamás hasta que se murió la madre en 1941 por inanición. A las restricciones de la guerra para conseguir alimentos y las cartillas de racionamiento acabada la contienda se sumaba su inapetencia por vivir desde que cinco años antes a su marido lo “pasearan” los anarquistas por haber sido el organista de la Arciprestal, además de somatén del Partido Monárquico, poco después de que su hija mayor, Ángeles, harta de tanta tristeza y de sentirse condenada a no conocer el amor, se amancebara con un pasante de Notario, que en apenas meses la asesinó en un ataque de celos con todo el escándalo que aquello conllevó.

Con la muerte de su septuagenaria madre, Caridad se sintió aliviada. Cumplidos los 46 años, viéndose ajada en los espejos, algo le decía que lo suyo ya era lo de vestir santos, pero quería liberarse al menos de la tristeza vivida durante casi cuatro décadas y, además, debía sobrevivir a las penurias de la posguerra.
Montó un taller de costura utilizando el cerrado y espacioso gabinete y la habitación contigua como probador, contratando a dos oficialas para empezar, y pronto empezó a tener clientela, hijas y nietas de viejos conocidos de sus padres que, supervivientes, eran los teóricos amos de la ciudad con el nuevo Régimen. Vestidos de fiesta, de novia, de calle… La burguesía enmascaraba su inopia con alegres fiestas en el Casino; bodas de medio pelo, y paseos arriba y abajo por la calle Mayor, dejándose los exiguos sueldos en modistas y saraos que les ayudaban a olvidar las penurias y los miedos sufridos aunque en casa pasaran hambre.
En 1981, al borde de los 90 años, Caridad, sin que a pesar de todos sus esfuerzos se librara de la melancolía, fue encontrada muerta en su cama, rodeada de sus siete gatos que nunca se separaban de ella.

Amenazándome la ruina, desde entonces había permanecido vacía más de treinta años, heredada por un sobrino, hijo de una prima lejana de la difunta, que no tenía más interés que especular conmigo, hasta que hace dos años un cincuentón solitario me adquirió e inició mi rehabilitación, que no me gusta pues en nada soy la que fui en aquel tiempo pasado, pero que me ha devuelto a la vida.
Me gustó cuando vino a verme por primera vez. No así la amiga que le acompañaba y que le insistía reiteradamente en que sentía malas vibraciones.
Pero él la desoyó y me adquirió; y después de tantos años sola y abandonada, su sonrisa (sólo habia conocido las melifluas carcajadas de la amante y después las risas de aquellas tres niñas) me hacía augurar tiempos mejores… pero, aun cuando no me parezco a la que era hace 114 años, la tristeza que guardan mis muros bajo el nuevo maquillaje que me ha puesto debe de rezumar por mis ancianos poros.
Él ha perdido con los meses sus primeras alegres sonrisas que tanto me encandilaron. El insomnio se ha apoderado de él y vaga a las tantas de la madrugada de habitación en habitación. Lo veo y le oigo llorar desconsoladamente, y cómo cuando telefonea a sus amigos les dice que le sucede algo inexplicable; que nunca antes se había sentido tan desgraciado y que no encuentra los motivos.

Después de todo ¿estaré maldita?


© P.Fco.Roldán

Deluxe:Requiem(No fui yo)

No hay comentarios: