9 de octubre de 2008

el hombre semitransparente



Érase una vez un hombre con los pies en la tierra. Pero, como tantos, rodeado de algunos cuentistas falaces; mas él tan sólo era un hombre cabal, normal y corriente de los que hay a montones. Si en algo se diferenciaba de muchos es que quizás era algo más feliz que otros porque su vida no estaba marcada por los pesares y tristezas con los que suele ponernos a prueba el devenir diario, y que algunos son incapaces de superar si no es a pastillazos de prozac y ansiolíticos.

No es que se inhibiera de todo lo que le sucedía, porque a fin de cuentas era eso: un hombre. Pero, por el contrario y al revés que otros, había aprendido que vivir consigo mismo era lo único que tenía de verdad y no estaba dispuesto a desperdiciar ni un solo segundo de su existencia en amargarse sus horas por causa de nada ni de nadie… y, por más que su corazón se le intentara rebelar e írsele en ello alguna que otra rara vez.

Si alguien le abandonaba, superaba rápidamente el tiempo de duelo porque, se decía, para qué alargarlo y regodearse en lo que ya no tendría futuro. “Un clavo saca a otro clavo”, y miraba hacia delante consciente de que el mundo estaba lleno de personas que sabrían valorarlo un día en su justa medida y él, que mucho antes nunca había confiando demasiado en sí mismo, había llegado a ser consciente de su valía... Más perdía quien lo había dejado, porque a ver dónde iba a encontrar quien le diera todo lo que él le dio y le podría haber seguido dando. A ver quien estaría dispuesto a derrochar mayores pruebas de amor sin esperar, y mucho menos exigir, contraprestaciones cuando él tan sólo esperaba la lógica reciprocidad… pero se había inmunizado con la indiferencia a esas jugadas de otros y tampoco era ni se sentía responsable de la ceguera, de la cerrazón, de la estupidez o de la ignorancia de aquellos falsarios y farsantes, así que los dejaba vivir en paz, tranquilos en su artificial y vacua autosuficiencia, o en su amoral falta de ética, y sin pedirles explicaciones. Respetarles en sus contradictorios dobleces era una prueba más de hasta dónde podía quererles… o haberles querido. Algún día serían conscientes de cuánto habían perdido; quizás hasta la posibilidad de ser felices...

Sentía lástima por aquellos otros que, carentes de autoestima y ante situaciones así, dramatizaban y se arrastraban. De quienes se negaban a aceptar que el amor es cosa de dos y que nunca se han de imponer los propios sentimientos ni razonamientos a la fuerza si no se quiere ser aún más rechazado y derrotado. De los que se humillaban llorosos hasta la autonegación, el chantaje emocional y el sometimiento a quienes les despreciaban; y que vagaban como almas en pena, poniéndoles las cabezas como bombos a los amigos y conocidos, repitiendo hasta la saciedad sus males y hartando a unos y a otros. Sabía que no plegarse a esos recursos –despreciables para él- y, por el contrario, derrochar comprensión y generosidad eran algo que desmontaba a su agresor emocional y le convertían en vencedor moral indiscutible del juego del otro que, desconcertado ante su actitud, ya no podría considerarse jamás el ganador.

Y no es que a él no le doliera, porque era un hombre y eso siempre duele, sobre todo cuando llegaba enseguida, hecha la luz tras los primeros instantes de anonadamiento, el duro e inexorable momento de la certeza:
sentir que sólo había sido el juguete, el capricho momentáneo de alguien compulsivo y veleidoso, después de haber escuchado hermosas palabras, que ya alcanzaba a comprender que siempre estuvieron vacías aunque antes las creyera porque se desplegaron con tantas dotes de persuasión que pusieron el cielo a su alcance para arrebatárselo sin escrúpulos, toda vez que él no solía tomarse nada a la ligera, y menos en las cosas del corazón… pero había caído. ¿Quién no habría caído si hasta Ulises se ató al mástil de su nave para escuchar los cantos de las sirenas y no sucumbir a ellos?

De todas formas, nada era una pérdida sino una lección más que añadir a las enseñanzas del pasado que le habían convencido de que esas cosas se dirimen con uno mismo, a solas, y que antes o después –mejor antes- tendría que saber volar solo de nuevo sin dependencias dañinas para su espíritu, cada día más tolerante con la cruel irresponsabilidad de los que se tomaban el corazón de los demás como un juego, sin percatarse, o tal vez sí, de que podían estar destrozando una vida sin que les importara lo más mínimo, objetando -con paupérrimos argumentos- excusas banales y poco o nada creíbles. ¡Tristes infelices!, pensaba para sus adentros… y los olvidaba, que es la forma más incruenta de matar a quien seguiría viviendo sin aprender nunca a vivir. Por esto, tampoco albergaba rencores -qué pérdida de energía, pensaba sin compadecerles- porque bastante tenían con tener que soportarse a sí mismos en soledad.

Pero es que en cada cosa de su vida obraba igual. Para los demás era como si nadara a contracorriente, pero el conocía en toda ocasión su rumbo y sus metas. Por poner un ejemplo, si en su trabajo le ponían la proa, no dudaba en dejarlo sin temores por el día de mañana, porque el pan se gana el cualquier sitio, ni aspavientos extemporáneos que le requemaran la sangre cuando ya sabía que no habría remedio posible para volver a la normalidad, y aunque muchos le criticaran su atrevimiento desde la pobre óptica de los que se habían amarrado a un sillón sólo para asegurarse la subsistencia, aunque ni les gustara lo que hacían ni trabajasen para vivir sino que vivían para trabajar, llevando una existencia gris y sin alicientes, y pisoteados mil veces encima.

El hombre, de esta manera, se había acabado transformando en un ser semitransparente, arrojando fuera de sí toda negatividad por lo que muy pocas cosas podían herirle; sin embargo, no por ello dejaba de estar inmerso en el mundo en el que le había tocado coexistir con aquellos malabaristas de sentimientos y triviales cleptómanos de la dignidad ajena. Con lo que, nunca indiferente a cuanto le rodeaba, no se dejaba asolar por la estulticia, la depresión o la abulia como los que no tenían el arrojo de enfrentarse a los problemas con los que la vida no se privaba en dar cada día la vara una y otra vez.

Su mitad negativa se había ido volatilizando con el paso del tiempo, dejando pasar de largo por su oquedad todo lo que a los demás les constreñía el alma. Su otra mitad se había robustecido cada vez más -como un metal noble, de indeleble fortaleza- con lo que podía resistir los embates de esa vida sin que hicieran mella en él nada más que lo suficiente y preciso para enseguida seguir viviendo en el equilibrio que tantos años le había costado lograr.

Sólo tenía un secreto: no perder la fe en sí mismo. Mientras siguiera creyendo en él siempre quedaría alguien en su mundo que llegaría a creerle. Todo lo demás era, a fin de cuentas, meramente circunstancial por muy intenso e importante que hubiera llegado a ser, o aparentar serlo, y no merecía perder ni un segundo de su aliento en ello. Miraba hacia el porvenir y era un hombre libre entre tanto esclavo de propias cobardías, inseguridades o egocentrismos; cosas que a él ya no lograban inflingirle sino un leve y muy pasajero dolor del que, raudo, se recuperaba para proseguir su camino.

Alguien podría llegar a pensar que se había convertido en una solitaria, fría y áspera roca, carente de sentimientos; pero nada más lejos de la realidad. Nunca sería capaz de dejar de confiar en los demás seres humanos ni jamás los mediría con el mismo rasero porque ante todo creía en la individualidad de cada uno de ellos, por muy gregarios que pudieran parecer a primera vista… Pero ¿acaso merecía la pena querer y luchar para ser querido por quien, por no querer, no se quería ni a sí mismo?

© P.F.Roldán

Luz Casal:No Me Importa Nada

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