4 de junio de 2010

cuando sólo queda la memoria

Paso casi a diario por la puerta de la que fue la casa de mis abuelos. Un edificio decimonónico en la calle del Cañón, a la que mi abuela seguía llamando por su antiguo nombre de Osuna hasta en los remites de las cartas que escribía, y que después siguió habitando mi tía Lola, hasta que murió este último sábado.

La casa pasó a ser propiedad hace ya algunos años de uno de los ladrilleros más afamados, por polémico, de Cartagena. Pero quien le iba a decir a él cuando invirtió que mi tía, con la que pactó el pago de un alquiler simbólico, superaría los 93 años contra todas las expectativas imaginables.

Esa casa, que ahora es ya casi seguro que tendrá los días contados como tantas otras en el casco histórico, será siempre “la casa de los abuelos” y permanecerá en mi memoria. Mis recuerdos son innumerables y tan vívidos que mi madre que nació en ella como todos sus hermanos -a los que ha sobrevivido- se asombra a veces que los cuente como si fueran cosas de ayer porque ella ya ha olvidado muchas, entre el paso de los años y el desasosiego que le entra cuando se le rememora un pasado que le duele por todo lo amado que ha perdido.

El olor a “Maderas de Oriente” –con su palito dentro del frasco- con la que mi abuela impregnaba ligeramente un pañuelo que solía llevar en la muñeca, bajo la manga de sus vestidos de invierno, o debajo del escote en verano. No le gustaba echarse colonia o perfume directamente en la piel y hasta muchos años después de su fallecimiento ese aroma permaneció en su enorme armario “de luna”, entre sus vestidos de los que mi abuelo nunca quiso deshacerse. Las tardes sentado junto a ella en el mirador, cuando salía del colegio, merendando rebanadas de pan con mantequilla y azúcar, o aceite y sal, mientras ella desenvainaba y desgranaba los pésoles para la cena o se afanaba, con una destreza que me absorbía, con sus encajes de bolillos en aquel mundillo de color rosa desvaído y claveteado con infinidad de alfileres, siempre con la enorme radio encendida escuchando canciones (Pepe Blanco, Carmen Morell, Antonio Molina...) que los abonados a la emisora dedicaban a parientes, novias y amigos. El liviano cobertor antiguo de seda azul celeste, con bordados en blanco y orlado con una guarnición de flecos entrelazados por nudos en su rededor, que sólo sacaba para las grandes ocasiones, como, por ejemplo, las fiestas familiares señaladas o como colgadura para la procesión del Corpus, en el balcón del salón, al que llamaban el gabinete, mientras con los nietos deshojaba flores para echar los pétalos al paso del Santísimo. Y cuando llegaba la época de carnavales, prohibidos por el franquismo, la abuela sacaba los viejos disfraces de su infancia de un baúl que tenía en el trastero y nos vestía a todos para hacer fiesta en casa, empezando por mis tías. Mientras me cupo, casi hasta los siete años, siempre fue mi preferido un traje de Pierrot en raso amarillo con gola de tul blanca y grandes botones negros, y los demás de holandesa o de flamenca o de Charlot con un viejo bombín del abuelo…
Y el sarampión también lo pasé allí con tres años, iluminado por la tradicional bombilla roja y tomando el ya desaparecido antipirético Piramidón. “¿Cómo te puedes acordar hasta de la marca?”, me suelta mi madre.

La calle bulliciosa con la sastrería de Rafael Valls en la acera de enfrente, siempre con trasiego de clientes; la “Granja de Manolita” en el portal de al lado, que por dos perras gordas te daba ni se sabe de bolas de anís; y más abajo la tienda de Emilia “la Cacharrera” que vendía desde lebrillos y macetas a loza barata o el demolido Hotel España, de cuyo pinche, siempre con su delantal gris, se burlaban todos a voces, procaz y cruelmente, porque subía y bajaba la calle, mano en la cadera, contoneándose sin pudor cuando iba a hacer los mandados. El multitudinario trasiego que provocaba la Semana Santa de la que, año tras año, no me perdía una procesión detrás de los cristales bajos del mirador mientras mi abuelo, que antes de la guerra había sido consiliario de La Samaritana, me contaba historias de los tronos, de cómo eran antes, y hasta de cuando en el 36 saquearon la Catedral y bajaron por la Cuesta de la Baronesa a la del Cañón a la casa del entonces alcalde, que vivía en el edificio contiguo, disfrazados con las casullas. Y por las noches el sereno con su chuzo y su manojo de llaves, o los que regaban la calle con manguera, haciendo que en verano los adoquines de pórfido, aún calientes por la solanera, despidieran un olor que nunca más he vuelto a aspirar pero que reconocería si así fuera.

Memoria para tantos objetos que ya ni existían la semana pasada… El juego de tocador de plata que la abuela –“¡Prohibido tocar!”- tenía en la coqueta art decó de tres espejos; el reloj de pared de largo péndulo dorado, simulando la cabeza de un sol más parecido a un sátiro con rictus rijoso; el cierro del comedor con reja de las llamadas de buche de paloma, en el que la abuela mimaba sus plantas y al que yo trepaba para incordiar al canario; el acristalado aparador de caoba que, hasta el techo y de pared a pared, guardaba entre muchas cosas la vajilla de la fábrica La Amistad que mi abuela heredara de sus padres y que fue malvendida a piezas por mi tía hace unos veinte años como otras cosas a las que ella llamaba antiguallas, poco dada a apreciarlas; el tapiz romántico de una joven tocando el laúd en un jardín; los suelos con dibujos geométricos y diferentes en cada habitación, de multicolores baldosas hidráulicas, que acabaron cubiertas con loseta de gres en una de esas reformas sin criterio de los 90; la desaparecida biblioteca del abuelo, de quien tanto aprendí, en el último piso; el especiero de madera con cajoncitos de redondos tiradores de porcelana y que me gustaba oler tanto como el molinillo de mano del café; lo que la abuela llamaba el rastrillo y que eran varias tablas de madera verticales clavadas a dos horizontales, que ella ponía en el descansillo de la escalera, trabándolo con la barandilla, para que no cayéramos rodando los críos ni su perra pekinesa a la que yo le hacía la vida imposible, jaleándola, hasta que me enseñaba los dientes de abajo entre gruñidos. Cómo con cuatro años me escondía debajo de la cama de mi tío cuando alguna tarde me llegaba el olor amenazante de coliflor hervida con patatas y bajocas para cenar… y las posteriores carreras alrededor de la mesa del comedor perseguido por mi madre y que yo terminaba abrazado a la piernas de mi abuela, buscando refugio, que más que una abuela fue una segunda madre tantas eran las horas e incluso los días, casi toda mi infancia y adolescencia, que me pasaba con ella en aquella casa.

Hay tantas y tantas cosas más, pero más que el recuerdo inevitable de objetos guardo olores, sabores, sonidos… Un tercio de mi vida ligado a multitud de sensaciones… Pero, cuando un ciclo se cierra, como en este fin de semana pasado, a algunos ya sólo nos queda el recuerdo –un recuerdo selectivo que no ignora por supuesto lo que no fue color de rosa- porque todo lo material que aún no se ha perdido desaparecerá como los que ya se han ido y acabará en otras manos o entre los escombros de un nuevo edificio demolido...

Creo que me quedo con lo mejor: el privilegio de recordar porque, si la vida me da salud, es lo único que me acompañará en el último segundo cuando también me toque irme, y aunque esté rodeado de gente, porque la memoria se va a la vez que nosotros, con nosotros, y espero tenerla de lo bueno que la vida me dio y confío en que me siga dando hasta ese día. No merece la pena perder el tiempo a estas alturas con lo malo… aunque he de reconocer que éste últimamente se prodiga demasiado. Cal y arena porque así es la vida, como lo fue y será... pero siempre, esperanza.

© P.F.Roldán

Les Choristes:In Memoriam

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