2 de agosto de 2009

saber esperar es “no esperar”

La vida es sabia. Si siempre lo dije, hoy me reafirmo cuando veo que todo llega cuando menos se espera y que el destino se encarga de poner en nuestras manos lo que nos merecemos, y a veces puede ser, precisamente, lo más inesperado.

Quien se pasa la vida esperando sin más se olvida muchas veces de hacer otras cosas que son vitales para el día a día. Ya se dice que quien espera, desespera; pero, además, esto nos fuerza a veces a ir posponiendo lo que es ineludible afrontar para seguir creciendo interiormente, entretenidos en que nuestras expectativas se cumplan lo antes posible y rellenando nuestros huecos con esas cosas que nos satisfacen momentáneamente, o que incluso nos hacen disfrutar a tope, pero que nos hacen perder el sentido de la propia realidad, quizá más prosáica pero inevitable.

Esperar siempre se espera, pero no puede convertirse en el único motor que tengamos para seguir sintiéndonos vivos porque no siempre llega lo que deseamos y, antes o después, actuar sólo movidos por ese ansia, puede que nos haga conscientes de que nos sentimos vacíos, aunque hayamos crecido en muchas cosas que luego, con los años, nos parecerán hasta superfluas, incluso aunque intelectualmente seamos como un disco duro de tropecientas mil gigas.

Indudablemente, habremos encontrado placer en todas esas cosas con las que hemos ido sorteando tomar conciencia de lo que significa tener los pies en el suelo, pero a la larga sólo nos parecerá haber parcheado nuestra vida mientras esperábamos, desesperados, a que se materializaran esas expectativas. Es por eso que, tal vez, tengo un poco, o un bastante, abandonado el blog –me digo-, como otras cosas que pueden ser gratificantes en un momento dado, pero que son limitadas y nos limitan a su vez, teniendo que buscar, luego de finiquitadas aquellas, otras que sigan proporcionándonos esos breves placeres.

Si la vida es sabia, vivir nos hace un poco más sabios. Y es que muchas veces confundimos el adquirir conocimientos de toda índole, a falta de algo mejor en nuestro inmovilismo, con ser inteligentes. Nada es incompatible, pero dedicarse a acumular un exceso de conocimientos puede que nos convierta en enciclopedias vivientes, pero no por ello en seres inteligentes. Podemos saber mucho de muchas cosas y no saber apenas nada de cómo vivir. Y hablo desde la propia experiencia porque desde siempre, y ayudado por mi excelente memoria, he hecho acopio de un aceptable bagaje cultural.

No sé si será cosa de la edad, que a finales de mes estarán los 57 ahí, pero –sin perder mi interés por seguir adquiriendo conocimientos porque soy muy curioso por naturaleza- cada día le doy más prioridad a ordenar mis experiencias, a no dejar pasar de largo la vida real y a dar más importancia, si cabe, a mi inteligencia emocional, yo que fui un tanto escéptico cuando a mitad de los 90 Goleman popularizó el término con su libro de igual nombre, en el que nos venía a decir que la inteligencia emocional se puede organizar en cinco capacidades: conocer las emociones y sentimientos propios, manejarlos, reconocerlos, crear la propia motivación, y gestionar las relaciones. Y fui escéptico porque me pareció un libro más de esos de “autoayuda”, tan de moda en estas dos últimas décadas en las que han proliferado los problemas personales -bien por causa del fracaso en las relaciones o bien por un exceso de estrés, con lo que de ansiedad o depresión conlleva- a los que nos hemos visto abocados en la vida cotidiana de estos últimos años. Y pienso si no será porque “nos hemos olvidado” de vivir… y que, como no dejamos de sentirnos vivos, hemos empleado inadecuadamente nuestro tiempo, rellenando vacíos, y ahora podemos encontrarnos vulnerables, y hasta impotentes, para remediar muchos problemas de carácter más íntimo que no pueden ayudarnos a resolver todos los conocimientos que hemos acumulado sobre otras cosas.

Tenemos un lenguaje exquisito. Podemos hablar de muchísimas cosas con propiedad. Nos sentimos hasta casi unos intelectuales de cojones… Pero nos deja nuestra pareja o nos sobrecargan en el trabajo y ya nos sentimos perdidos, y la satisfacción que nos producía ser unos eruditos en tantas cosas no nos sirve absolutamente de nada.

No es una apología de la ignorancia. En absoluto. Al contrario. Porque aún tiene más probabilidades de estrellarse con la vida quien se permitió la estupidez, por pereza o estulticia, de dejar su cerebro más diáfano que una casa sin tabiques ni muebles. Pero de nada habrá servido construirse otra que, de tan abigarrada, parezca más una almoneda saturada de cosas hermosas pero muchas veces inútiles y en la que resulte imposible encontrar lo que necesitamos para enfrentarnos a los acontecimientos que el destino nos va deparando, y que no son siempre los tan deseados.

¿Mereció la pena dejar pasar la Vida sin vivirla cuando sólo se vive una vez?

© P.F.Roldán

Facto Delafé y las Flores Azules:Muertos

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